A unas semanas de la finalización del Protocolo de Kioto, no hay sentido de urgencia en las conversaciones sobre el calentamiento global que comienzan en Doha con motivo de la Cumbre sobre Cambio Climático de la ONU COP18. A pesar de que en los últimos veinte años se han producido los dieciocho más calurosos registrados, o del reciente anuncio de la Organización Mundial Meteorológica sobre incremento de la concentración de dióxido de carbono en la atmósfera en 2 ppm en tan solo en dos años, no hay sentido de urgencia en Doha.
Y es que la coartada de la crisis para los países desarrollados y del crecimiento para los que están en vías de obtenerlo, parece suficiente para salvarnos de estar imputados por el juicio de esta generación, pero no deberíamos estar tan seguros de no estarlo por el juicio de las siguientes generaciones de habitantes del planeta.
Pero no todo son fracasos en estas Cumbres del clima. Después de la celebrada en Copenhague en 2009, los países responsables de más del 80% de las emisiones globales han desarrollado objetivos de reducir o limitar, de diferentes formas, el incremento de sus emisiones.
Y aunque las expectativas de la reunión del año pasado en Durban eran también bajas, se produjeron algunos logros interesantes como la puesta en marcha del Green Climate Fund, que estará dotado con 100 mil millones al año para proyectos de mitigación y adaptación al calentamiento global en países en desarrollo. Pero aun más fue el diseño de una hoja de ruta para constituir lo que podríamos denominar el sueño de la famosa Cumbre de Copenhague: un instrumento legalmente vinculante global para reducir las emisiones.
Pero qué podemos esperar de Doha:
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