El aeropuerto de Dubai, supongo que como otros nodos globales de comunicaciones, continúa con su actividad frenética durante la noche. A las cinco de la mañana tiene la misma vida que a cualquier otra hora del día. Lo único que cambian son los pasajeros, más somnolientos eso sí, caminando hacia sus puertas de embarque.
El catedrático de la Universidad de Oxford Ian Goldin, en su reciente libro “Divided Nations: Why global governance is failing and what we can do about it” (Oxford University Press, 2013), reflexiona sobre los dilemas a los que nos enfrentamos como sociedad abundante y globalizada.
Pone de manifiesto cómo durante los últimos 20 años se han dado algunos de los avances más importantes en la historia de la humanidad. Sin apenas darnos cuenta, hemos incorporado dos mil millones de personas al planeta y aumentado la esperanza de vida como nunca antes. Al mismo tiempo hemos podido disminuir el número de pobres en 300 millones y 80 países, por ejemplo, han logrado democracias que no tenían.
Desde la caída del muro, la lista de logros es increíble aún sabiendo que no será completa hasta que el desarrollo sea capaz de incluir a los 2.500 millones de personas que quedan fuera de niveles de vida tolerables. O hasta que no seamos capaces de conservar un planeta cuya situación es fácil de imaginar con 9.000 millones de consumidores haciendo realidad su sueño de vivir como despilfarradores occidentales.
Sin un proceso de concertación y acuerdo global, a medida que los recursos se hacen más escasos, las naciones – y los individuos – se agarrarán a lo conseguido, obteniendo a cambio fragmentación, proteccionismo y nacionalismo. La opulencia nos hace olvidar muy rápidamente que la cultura basada en el impulso individual – que tanto progreso y libertad aporta – también conlleva la gran responsabilidad de hacer posible que otros puedan progresar y ser libres.
Goldin describe cómo la gestión de la gobernanza global está muy ligada a resolver dilemas entre libertad individual y responsabilidad. Y que cuantos más somos y más conectados estamos, se hacen más relevantes dilemas como el del cambio climático, por ejemplo. Necesitamos seguir creciendo al mismo tiempo que evitamos sus efectos catastróficos para el equilibro del planeta. Los antibióticos son claves para curar enfermedades, pero su uso masivo está minando su efectividad, ya que las cepas se hacen cada vez más resistentes a ellos. Se descifra el ADN humano al mismo ritmo que se crean las armas para sintetizar virus pandémicos.
Hay muchas decisiones que el mercado no puede tomar por nosotros. Situaciones en las que la señal precio llega demasiado tarde.
Hace unas semanas en una conferencia un señor me preguntó, supongo que con melancolía, si podía poner un ejemplo de acuerdo realmente global que estuviese funcionando. Y la verdad después de unos segundos de divagación – balbuceé algún pobre ejemplo como el correo postal y el protocolo de Montreal creo – y que supongo no sacaron del pesimismo a nadie.
The Guardian señalaba, con motivo de la última Cumbre de Rio, que se podían identificar más de 500 acuerdos internacionales desde la Conferencia de Estocolmo en 1972, pero de los cuales tan solo se podrían considerar implementados una docena. La falta de un modelo efectivo de gobernanza global no es privativa de los temas ambientales. Otro tanto podríamos hablar de los asuntos relacionados con lo social, la salud o incluso de los relativos al comercio internacional. La ronda de Doha de la OMC lleva más de diez años sin cerrarse.
Las grandes transformaciones de las naciones durante esta década vendrán sin duda desde fuera de sus fronteras. La necesidad de un modelo de gobernanza global – a lo mejor se entiende mejor si se le llama de acción global- en un mundo tan integrado e interdependiente como el que vivimos, es tan evidente como la increíble disponibilidad de información existente para hacerlo posible. No se trata de un problema de datos, sino de entendimiento de los mismos.
Los intentos de impulso de una transformación del sistema de Naciones Unidas han fracasado uno tras otro. Los viejos poderes, la UE, Estados Unidos o Japón no son hoy ejemplos de liderazgo exitoso en la acción global contra la pobreza o el cambio climático. Los nuevos poderes como China, Brasil, Sudáfrica o India, aún no están en la posición de hacerlo o no están preparados para ver más allá de sus intereses locales. Todo apunta a que mientras las estructuras creadas para movilizar a los estados se debilitan, no son capaces de entender que las que agrupan voluntariamente a los ciudadanos individualmente se fortalecen, ofreciendo nuevas posibilidades inexploradas.
Fue quizás la somnolencia vagabunda del aeropuerto de Dubai y el libro de Goldin los que me regalaron un ejemplo seguramente mejor para responder a aquel señor, en aquella sala. Y es que solo hay que observar el milagro de cómo, pese a la diversidad de lenguas, fronteras, husos horarios y diferente tecnología, miles de compañías involucradas, cientos de gobiernos, etc. somos capaces de hacer volar concertadamente miles de aviones todos los días. Un hecho necesariamente global que nos hace tener más miedo a la probabilidad de que nuestro avión sea el que se caiga, que a que falle el acuerdo internacional que rige el sistema de tráfico aéreo y choque con otro en el aire porque un país haya decidido que sus aviones vuelen más deprisa o más recto.
Seguramente hemos sido capaces de hacerlo porque no quedaba más remedio. No hemos necesitado tampoco ponerle precio a la seguridad para que el sistema funcionase. Y aun así hemos podido romper ideas tabú como país, nación, soberanía, y pensar que dependemos los unos de los otros. Confiamos en que haremos todo lo posible para que funcione. Ponemos en manos ajenas nuestra lengua, cultura, tecnología o país, las vidas de los ciudadanos porque sabemos que los cuidan más allá de su interés particular.
El que no se consuela es porque no quiere, – y debe ser la somnolencia – pero a mí me da más tranquilidad tener un ejemplo. No solo por la próxima vez que me pregunte alguien por ello, sino por la necesidad vital de perseguir un sueño realizable.
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