El proyecto de Ley de Transparencia introduce en el sector público una serie de elementos para consolidar una sociedad crítica, exigente y participativa. Regula la información que debe publicitarse para dotar de transparencia a la gestión pública, alineando tales objetivos con el entendimiento de la Unión Europea, así como con las prácticas de muchos de sus Estados miembros. También cabe destacar que introduce directrices de buen gobierno que afectarán a los responsables públicos, y que no son meramente programáticas sino que adquieren una clara dimensión normativa por su nivel de detalle y capacidad de aplicación directa.
En el ámbito de la empresa privada, las mejores prácticas entrañan que los objetivos de gobernanza y cumplimiento asumidos por organizaciones vengan acompañados de estructuras internas adecuadas para garantizar su aplicación, y que constituyen un pilar clave para su puesta en práctica en el día a día (no solo para su verificación a posteriori o para la aplicación del régimen sancionador correspondiente). Sin estas estructuras organizativas, se viene considerando que la eficacia de cualquier compromiso de gobernanza o cumplimiento pierden dimensión práctica de forma notable, corriendo el riesgo de convertirse en meros objetivos programáticos que solo se vigilan por medio de los siempre limitados recursos de verificación ex-post.
De estas consideraciones nace, precisamente, la figura del Compliance Officer, cuya extrapolación al ámbito público se echa en falta en la Ley de Transparencia, dejando pasar una oportunidad excelente para aproximar las prácticas del sector público a los estándares más modernos que guían a las empresas comprometidas con los valores éticos. Curiosamente, es una limitación de la que solo escaparán ciertas entidades mercantiles participadas -a las que igualmente aplicará la Ley de Transparencia-, y donde los contenidos de dicho texto podrán eventualmente venir garantizados por estructuras de cumplimiento modernas.
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