Hace prácticamente dos años Mario Draghi pronunció sus mágicas palabras: “Haremos todo lo que sea necesario para salvar el euro”. Aquello le valió el apelativo de game changer porque, ciertamente, aquellas palabras, unidas a otros elementos no menores como el acuerdo político para la creación de la unión bancaria y el MOU para la reestructuración de la parte dañada del sector financiero español, empezaron a cambiarlo todo.

Ciertamente, la amenaza (más aparente que real) de ruptura del euro ha quedado muy atrás, como las primas de riesgo que padeció nuestra economía en aquel momento. Ahora las amenazas son otras y, sin duda, el mayor problema de Europa es su falta de crecimiento, especialmente en comparación con lo que sucede en otras partes del mundo (Estados Unidos y los países emergentes en general, con todos los matices que puedan introducirse).

La ausencia de crecimiento de la economía europea tiene múltiples consecuencias, como la falta de competitividad del continente como destino de la inversión internacional o que pueda desanimar a todo tipo de iniciativas empresariales, pero ninguno tan grave como sus consecuencias sobre el empleo, auténtico drama en algunos países como el nuestro.

A mi juicio, la situación de baja inflación (por no hablar de deflación) que viene registrándose en la eurozona trae causa de ese bajo crecimiento económico por lo que, de nuevo, el problema subyacente es la falta de crecimiento. El Banco Central Europeo, asumiendo de nuevo un protagonismo que probablemente no le correspondería (entiéndaseme bien, no digo –ni creo- que las medidas adoptadas el jueves excedan de su mandato jurídico, sino que está supliendo la falta de iniciativa de otras instituciones europeas), aprobó un conjunto de iniciativas, a estas alturas ya conocidas, que tienen como último objetivo salir al paso de esa situación tratando de favorecer un mayor crecimiento económico.

La primera de las medidas adoptadas, la rebaja de tipos, no merece mucho mayor comentario. Es una medida clásica de estímulo, ya descontada por los mercados y de efecto seguramente limitado, atendiendo a su cuantía. Tiene, además, un efecto secundario potencial como es su repercusión sobre el margen financiero de las entidades de crédito.

Sin embargo, el resto de las medidas adoptadas sí merece algún comentario adicional. El BCE, haciéndose eco de una opinión genéricamente extendida, considera que una de las causas de ese bajo crecimiento o, si se prefiere decirlo así, una de las formas de corregirlo, pasaría por la recuperación del crédito y, para lograrla, adopta un conjunto de medidas (facilidades de liquidez ligadas a la concesión de créditos, penalización de los depósitos en el BCE…) que tienen en común orientar los instrumentos de liquidez ya disponibles e introducir otros novedosos con el objetivo último de que esa liquidez termine facilitando el acceso al crédito.

Estas iniciativas no pueden criticarse ni por su contundencia ni por su finalidad y podemos esperar que, en última instancia, favorezcan una reducción del coste de financiación para familias y empresas. Sin embargo, tienen el riesgo de generar un exceso de expectativas que, a la hora de la verdad, puedan verse desmentidas por la cruda realidad de las cifras. Y es que, en este punto, surge la duda de si el diagnóstico del que parten es completamente acertado.

En efecto, el fundamento último de la iniciativa del BCE parece encontrarse en la idea de que la razón por la que los bancos no prestan es un problema de liquidez. Esto, que fue muy real en los peores momentos de la fragmentación financiera vivida en la eurozona, lo es ahora mucho menos en un entorno de liquidez muy abundante en los mercados.

Los bancos, y sin duda los españoles, quieren y necesitan conceder crédito. En su propio interés: la recuperación de la rentabilidad pasa, necesariamente, por la concesión de nuevo crédito en condiciones financieras ajustadas a la realidad actual de los mercados. Pero, a su vez, tienen que atender a un doble compromiso: la obligación de proteger a sus depositantes, lo que conduce a extremar la gestión prudente del riesgo, y la necesidad de cumplir con una regulación que, por sus crecientes exigencias en capital, resulta fuertemente desincentivadora del crédito.

Desde mi punto de vista, el volumen de nuevo crédito concedido y su evolución tiene más que ver con el flujo de demanda solvente, entendida como solicitudes de financiación ligadas a proyectos empresariales viables y no a la cobertura de pérdidas, por lo que las medidas orientadas a aumentar la liquidez disponible para las entidades de crédito podrían no alterar de forma significativa el volumen de nuevo crédito que vaya a concederse.

En definitiva, las medidas adoptadas deben juzgarse positivamente pero sería conveniente moderar las expectativas sobre sus efectos en el crédito.

 

Autor: Francisco Uría, Socio responsable de Sector Financiero de KPMG en España.
Fuente Expansión. Publicado el 9 de junio de 2014.