La vida es un viaje. La economía, muchas veces, también. España tiene que trazar el recorrido de lo que es a lo que debe ser y a lo que quiere ser. Buscar ese nuevo lugar en el espacio económico transita por recuperar la política industrial como un instrumento de cambio y renovación. De prosperidad. En ese empeño, el país da sus primeros pasos hacia un proceso de reindustrialización, dejando atrás esa imagen de plomo que durante los años ochenta del siglo pasado se asociaba a lo industrial. Una fotografía heredera, sobre todo, de los procesos de reconversión del sector siderúrgico nacional pero también, en tiempo actual, deudora de los errores propios.
España, y la mayoría de los países occidentales, pensaron que era posible controlar las industrias y, al mismo tiempo, trasladar a países más competitivos en costes una parte importante de la producción. No obstante, ante este fenómeno de deslocalización —una palabra que ha anegado la prensa económica durante los últimos años— los países en desarrollo supieron jugar bien sus cartas. Asimilaron todo ese conocimiento exterior y crearon sus propios procesos industriales apoyados por sólidas redes comerciales. Aprendieron rápido —escribámoslo así— y uno de los resultados ha sido “que nuestras economías han perdido empleo, capital industrial y también la cultura y el know how propio de los países industrializados”, relata Cristina Garmendia, presidenta de la Fundación Cotec. Sobre esa fractura, la mirada a la grieta produce vértigo. “Si continúa esta tendencia” —advierte Garmendia— “las sociedades occidentales aumentarán su franja de ciudadanos dedicados a labores de escaso valor añadido y se resentirá el consumo interno”.
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