España tiene muchos motivos para estar agradecida al Banco Central Europeo y a su presidente actual, Mario Draghi, por su decisiva contribución a la superación de la insoportable situación de fragmentación financiera que había llegado a producirse en la Eurozona en el verano del año 2012.
Fueron momentos difíciles para nuestro país y la Comisión Europea, el BCE y nuestros socios europeos estuvieron allí para, entre otras cosas, tendernos una mano en la forma del MoU (Memorandum of Understanding). Probablemente nuestra recuperación empezó a fraguarse entonces.
Se trataba de defender el proyecto del euro (whatever it takes…, como dijo Draghi en una intervención ya histórica) y no a países concretos pero no cabe duda de que hemos resultado favorecidos por esta actitud decidida (y novedosa) del Banco Central Europeo, incluida la expansión cualitativa que se inició hace algunos meses y cuyos efectos sobre el crédito están comenzando a notarse.
Sin embargo, si miramos hacia atrás el juicio sobre la actuación del Banco Central Europeo podría no resultar tan favorable.
A mi juicio, en los años anteriores a la crisis se acumularon desequilibrios en la Eurozona que no fueron suficientemente valorados y, sobre todo, se mantuvo una política monetaria expansiva en momentos en que algunos países (básicamente del sur de Europa) tenían problemas de recalentamiento de sus economías y exceso de inflación.
Las políticas monetarias expansivas pueden ser necesarias en determinados momentos para contribuir al crecimiento económico y a la creación de empleo pero, si se prolongan demasiado tiempo, como fue el caso (y no sólo en el caso del BCE y de la Eurozona, sino también en el de Estados Unidos), terminan generándose desequilibrios e incluso burbujas en el precio de los activos. En nuestro caso, de los activos inmobiliarios, fundamentalmente.
Hay que reconocer que algunos de estos defectos en la construcción inicial de la Unión Europea y posterior de la Eurozona han tratado de corregirse ya, a través, por ejemplo, de la nueva arquitectura de supervisión macroprudencial europea pero, en los últimos meses, han ido apareciendo voces (aparentemente, la del Gobierno español entre ellas) que reclaman un cambio en el mandato fundacional del Banco Central Europeo para aproximarlo al de la Reserva Federal, no limitado a velar por la estabilidad de precios complementándolo con el crecimiento económico y la creación de empleo.
Formalmente, este cambio de mandato no sería una tarea fácil. Incluso en el caso de que exista un acuerdo político de alto nivel para acometerlo (y no puede descartarse lo contrario) podría requerir una modificación de sus normas fundamentales y, entre ellas, del Tratado, con todo lo que ello implica.
En plena ofensiva del Reino Unido para renegociar las normas fundamentales de la Unión Europea con el objetivo de facilitar su permanencia en ella, la idea de iniciar un proceso de reforma no parece precisamente sencilla. No obstante, tampoco puede descartarse.
Desde un punto de vista sustantivo, el cambio no sería tan radical puesto que en la práctica no resulta fácil velar por la estabilidad de precios sin, hasta cierto punto, preocuparse por la estabilidad financiera, el crecimiento y la creación de empleo.
De hecho, y aun respetando los límites formales de su mandato, el Banco Central Europeo lleva mucho tiempo sensibilizado por los problemas derivados de la falta de crecimiento y el desempleo en Europa, y es que, al final, resulta difícil no considerar que el limitado crecimiento en algunos países europeos (no en España, afortunadamente) guarda una relación estrecha con los bajos niveles de inflación que se registraron el año pasado.
Crecimiento, empleo e inflación parecen tres variables tan íntimamente relacionadas que mantener alguna de ellas fuera del alcance del BCE podría considerarse artificial.
En este sentido, tanto las decisiones recientes del Banco Central Europeo como, y no en menor medida, los discursos de su presidente (y las constantes referencias que contienen a la necesidad de introducir reformas estructurales en los mercados europeos) evidencian que esa preocupación ya existe.
En suma, la reforma que parece propugnarse daría carta de naturaleza a algo que, de alguna manera, ya está presente en la actividad y preocupaciones del Banco Central Europeo.
La posible modificación del alcance del mandato del BCE podría tener un efecto colateral positivo: posibilitar el avance en el necesario proceso de simplificación de la maraña institucional resultante de los sucesivos intentos de mejorar la arquitectura europea en materia de regulación y supervisión financiera antes de la construcción de la Unión Bancaria.
El mantenimiento de la Junta Europea de Riesgo Sistémico, (SREB) por poner un ejemplo, tiene escaso sentido respecto de los países que forman parte de la Eurozona una vez que el BCE se ha dotado de unas competencias supervisoras que, de una manera o de otra, comprenden los aspectos macroprudenciales.
Sin embargo, el problema es el resto de la Unión Europea, es decir, los países ajenos a la Eurozona que, de seguir un proceso similar, recuperarían su plena capacidad para “detectar” y “recomendarse” medidas correctoras de potenciales riesgos y desequilibrios macroeconómicos, sin la participación de un tercero, que nunca podría ser el BCE.
En fin, visto lo visto, la simplificación institucional en Europa tendrá probablemente que esperar (salvo que el Reino Unido consiga sus objetivos) pero la propuesta de ampliar el alcance del mandato del Banco Central Europeo parece, con pocos matices, una buena idea…al menos para España.
Autor: Francisco Uría: Socio responsable del sector Financiero de KPMG en España
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