Narran los cronistas que, tras el sitio de la localidad francesa de Béziers en el año 1209, antes de que los cruzados acometieran su asalto final hierro en mano, interpelaron preocupados al inquisidor mayor: una vez dentro de la ciudad, ¿cómo distinguiremos a los herejes de los que no lo son? Se atribuye a Arnaldo de Amalric aquella respuesta que pasaría a la posteridad: “Matadlos a todos. Dios distinguirá a los suyos” (Caedite eos. Novit enim Dominus qui sunt eius). La toma de Béziers provocó un baño de sangre que aniquiló entre 7.000 y 8.000 personas, caídos principalmente en la Iglesia de la Madeleine. Y es que cuando no se discrimina, se cometen graves injusticas que afectan a quienes menos culpa tienen.
Que una persona tenga la condición de “investigado” –antes “imputado”- en un procedimiento penal constituye una salvaguardia que le facilita defenderse de los cargos que se le atribuyen. Por eso, en teoría, todo investigado debería sentirse satisfecho de tal condición, pues le otorga garantías procesales respecto de sus Derechos. Pero es sabido que todo ello no le privará de las afrentas que concurren a pesar de que sea finalmente absuelto, incluyendo las que jocosamente se conocen como pena de telediario y pena de banquillo. Ambas guardan relación con los medios de comunicación, refiriéndose la primera a la difusión de la noticia tan pronto se conoce, y la segunda a la crónica del juicio. Además, son independientes de la resolución judicial final, que casi nunca disfrutará del protagonismo del que gozaron aquéllas. Verse introducido en el furgón o declarando en mitad de la sala judicial, son situaciones de una fuerza escenográfica insuperada incluso por las obras de Stephen King. En la práctica, estas dos penas transforman una garantía constitucional en un lastimoso calvario, susceptible de prolongarse durante años y especialmente doloroso no sólo para los afectados, sino para su círculo cercano de relaciones. Por eso, Magistrados y Jueces se esfuerzan diariamente en discernir lo mejor posible quién es llamado a proceso y en calidad de qué.
La responsabilidad personal del Compliance Officer en España es objeto de debate. Aunque la Circular 1/2016 de la Fiscalía General del Estado le atribuye un ámbito equivalente al de cualquier directivo, desde luego no es una cuestión pacífica equiparar la de quienes están en disposición de adoptar decisiones con las de aquellos otros que se limitan a ejercer funciones de supervisión (que es, literalmente, la atribución que realiza el Código Penal). En cualquier caso, este debate técnico-jurídico descuida el rol de esta figura para la política criminal pretendida al introducir la responsabilidad penal de las personas jurídicas en los ordenamientos. Aunque la acogida de tal régimen en España el año 2010 fue objeto de amplio debate jurídico, existía cierta anuencia en considerarlo alejado de nuestra tradición jurídica y, por lo tanto, de difícil encaje en el marco de nuestro ordenamiento. Sin embargo, ello no fue óbice para incorporarlo, habida cuenta su efectividad para que las empresas acometiesen medidas destinadas a la prevención y detección de ciertos ilícitos, como ya antes había sucedido en otras jurisdicciones de nuestro entorno.
Siendo esta la política criminal deseada, hay que preguntarse qué rol juega el Compliance Officer en ella. Lo lógico sería pensar que se trata de una figura clave para operar una transformación de las organizaciones y el modo de hacer negocios, contribuyendo a generar o consolidar en las empresas una cultura de respeto con las Leyes y la ética. Sin embargo, en lugar de atribuirle este alto propósito, existe el riesgo de convertirlo en un simple polo de atracción de culpas y responsabilidades, en un sacrificial lamb frente a incidentes de cumplimiento. Ya se habla del “Compliance Officer fusible”: dícese de aquel que está puesto para detener o dificultar el curso de la responsabilidad, a costa de asumirla íntegramente -normalmente a través de una amplia delegación de competencias, no siempre querida por el afectado-. Y así estamos llegando a una situación donde, en lugar de estimular a los quieren o deben desempeñar ese rol, se consigue intimidarlos a costa de remarcar constantemente su eventual responsabilidad criminal. Obviamente, la Justicia terminará esclareciendo quienes participaron verdaderamente en los actos ilícitos, pero, entretanto, nada impide que un Compliance Officer sea llamado a proceso y sufra sus molestias, acontecimiento especialmente atroz cuando concurra en personas personalmente contrarias a las prácticas investigadas que hayan tratado de evitarlas en la soledad e incomprensión de su rol. Es una forma de socavar los objetivos de la política criminal pretendida, perdiendo una excelente ocasión para respaldar los cometidos de un rol cardinal para afianzar la ética en los negocios. Ninguna persona honesta debería temer ser nombrado Compliance Officer, pero, a costa de darle vueltas a su responsabilidad en lugar de protegerlo, se está consiguiendo justo lo contrario. Los estándares modernos de Compliance reseñan, además, su misión como nexo de unión con los grupos de interés, incluidas las administraciones públicas, de forma que pueda contribuir eficazmente a ese resultado de mejora que está en el ánimo de todos. Esta faceta, por cierto, es uno de los objetivos a perseguir en todo modelo de Compliance, según se verá en la Serie de Kits de despliegue de Compliance que estoy publicando.
Dijo el filósofo alemán Hegel que lo único que nos explica la historia es que nada aprendemos de ella. Se da la oportunidad de contribuir a una Sociedad mejor, implicando a las personas jurídicas en la lucha contra conductas execrables y brindando, para ello, apoyo firme a quienes están llamados a jugar un rol importante en ello. El Compliance Officer es una figura clave para alentar culturas corporativas respetuosas con las normas y los valores, debiendo ser objeto de impulso y protección por parte de las instituciones, pero no de martirio.
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