Muchos han sido los debates en la pasada campaña electoral, influidos sin duda por las ideologías de cada uno de los partidos políticos contendientes, en torno a conceptos fiscales recurrentes tales como la necesidad de acometer una u otra reforma fiscal, el papel recaudatorio del IRPF en nuestro sistema tributario en contraposición con el de la imposición indirecta, la conveniencia de “ampliar las bases” y de introducir una “tributación mínima” para las empresas, la lucha contra el fraude fiscal o el rol reservado en el futuro a la tributación ambiental. Finalizada la campaña con los resultados por todos conocidos, el nuevo gobierno que inicie la duodécima legislatura deberá hacer frente a la Agenda fiscal de los próximos años.
Al margen de consideraciones ideológicas, existen algunos hechos objetivos que, en mi opinión, tendrían que ser tomados en cuenta por el nuevo ejecutivo y que a continuación resumo de manera breve.
El fomento de la inversión empresarial requiere un marco estable y transparente. Aunque se pueda pensar que es una buena noticia para los asesores, la verdad es que no podemos permitirnos como país estar acometiendo cada dos años una nueva reforma fiscal. Es imprescindible un consenso entre los grandes partidos sobre las líneas maestras de la tributación empresarial y que sea respetado por todos. Es muy importante que exista seguridad jurídica y que tanto las empresas, inversores y demás interesados sepan las reglas del juego, sin sorpresas una vez iniciado el mismo, situación que al producirse, entre otros efectos, hace perder la credibilidad de España como un país de confianza para invertir.
Cuando se habla de “ampliación de bases” o de “tributación mínima” de las empresas, convendría recordar que en nuestro sistema tributario actual la base imponible ya ha sido notoriamente ampliada, restringiendo la deducción de los gastos financieros o de los deterioros, por ejemplo, y que de facto sí existe una tributación mínima para las grandes empresas al no poder compensar todas sus bases imponibles negativas.
Asimismo, a pesar de algunas críticas infundadas, sería deseable que se respeten los métodos existentes para evitar la doble imposición. A mi entender fomentan la competitividad de las empresas españolas y su internacionalización, lo cual es crucial teniendo en cuenta que en un mundo globalizado, la doble imposición debe ser objeto de eliminación, las empresas están muy penalizadas al existir una legislación fiscal nacional e internacional cada vez más restrictiva, y es muy complejo establecer incentivos que favorezcan la actividad empresarial.
Pese a que es unánimemente reconocido que el problema de la financiación territorial es uno de los que más están contribuyendo a tensionar España, seguimos sin abordar una reforma valiente de la imposición autonómica y local. No podemos mantener un sistema financiero en el que las Comunidades Autónomas recurran sistemáticamente a la creación de un mar de impuestos propios que ahogan administrativamente a las empresas y que además, en no pocas ocasiones, son escenario de batallas políticas en las que las empresas se encuentran en medio de un fuego cruzado entre Administraciones de diferente signo.
En lo que se refiere al papel reservado al IRPF en contraste con el de la tributación indirecta, debe recordarse que no existe un solo organismo internacional que en los últimos cinco años no se haya cansado de repetir que nuestro sistema tributario penaliza en exceso la tributación del trabajo, lo cual es nocivo para el crecimiento económico. Además estos organismos recuerdan que España sigue teniendo un nivel de imposición indirecta por debajo de la media de los países de la UE.
Por otra parte, respecto a las “excelencias” del IRPF como instrumento de progresividad y justicia tributaria podrían decirse muchas cosas. No estaría de más, por ejemplo, que por primera vez se tratase de paliar la graves desigualdades originadas por la aplicación de unos mismos tipos de gravamen (al margen de la posible modulación del tramo autonómico) y mínimos personales idénticos a rentas del trabajo que denotan una capacidad contributiva real muy diferente en función de donde radique la residencia del trabajador. Recordemos que, según datos de un reconocido portal inmobiliario, en 2015 el coste medio de alquiler de un piso de 80 metros cuadrados en Barcelona o Madrid, por poner un ejemplo y sin ánimo de ser exhaustivo, puede ascender, anualmente, a 14.600 euros/año o 11.900 euros, respectivamente, en tanto que un habitante de otra ciudad de España tiene que destinar al mismo concepto 3.936 euros (por no hablar de las diferencias en el coste de la cesta de la compra, transportes, educación u ocio). Tampoco es coincidencia que los salarios más elevados se concentren en ciudades que también tienen los mayores costes de nivel de vida. Por ello la configuración actual del IRPF es doblemente injusta. No sólo se gravan singularmente las rentas del trabajo, sino que además se ignora este fenómeno de la vinculación de mayores niveles salariales con mayores costes de vida, gravándose rentas nominales que no se corresponden con una capacidad económica real de sus perceptores.
Por último, la lucha contra el fraude en todos los niveles de la sociedad es, sin duda, un objetivo esencial que compartimos todos, y donde el ejemplo de aquellos que desempeñan responsabilidades institucionales es esencial. La persecución del fraude debe dotarse de los medios humanos y tecnológicos necesarios.
Esperemos que los árboles de las diferencias ideológicas que deberán tenerse en cuenta a la hora de aprobar las leyes cuando comience la legislatura no impidan ver el bosque de los problemas troncales que realmente deben afrontarse en materia fiscal.
Autor: Alberto Estrelles es socio director de KPMG Abogados
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