Un año más, los resultados obtenidos por los bancos españoles en el ejercicio SREP realizado por el Banco Central Europeo han sido genéricamente positivos. Podríamos clasificar los desafíos para los bancos españoles en aquellos que tienen que ver con su pasado, los que les ocupan en el presente y aquellos que, aunque probablemente ya les están ocupando hoy, constituyen claves para su éxito futuro.
Los retos que proceden del pasado tienen que ver con la gestión de los efectos de la profunda crisis que sufrió el sector financiero español y el conjunto de nuestra economía a partir del año 2008. El efecto más tangible guarda relación con la presencia en sus balances de activos improductivos (non performing) que provocan el triple efecto de consumir capital, requerir recursos y no contribuir a los resultados de la entidad.
Aunque todos los bancos tengan en sus balances activos de este tipo, la proporción varía de unos a otros. Algunos no tuvieron nunca un volumen muy relevante considerando su tamaño total y otros consiguieron deshacerse de ellos en volumen apreciable a través de distintos procedimientos (incluidas las ventas de carteras o su traspaso a la Sareb).
Otros efectos menos evidentes pueden tener que ver con la falta de inversión en la adaptación de sistemas o procesos o la imposibilidad de captar profesionales con la cualificación necesaria para enfrentarse a los cambios que se están produciendo en el negocio bancario, incluida la transformación digital.
Los retos del presente, ante todo, están relacionados con el esfuerzo continuado para el desarrollo de la regulación que se ha ido aprobando en los últimos años y que no sólo tiene efectos en los requerimientos de capital y liquidez de las entidades. Antes al contrario, algunos de los efectos más importantes afectan a la necesidad de acometer grandes inversiones en el ámbito de la tecnología o para la modificación de sistemas o procesos.
La regulación no ha dejado de aumentar en los últimos años y, cuando parecería que la oleada directamente derivada de los acuerdos de Basilea III (CRDCRR) podría estar a punto de concluir, la Comisión Europea hace apenas unos días ha introducido algunas reformas que, de nuevo, habrán de incorporarse al derecho español, y continuamos a la espera del final de los trabajos que están teniendo lugar en el Comité de Supervisión Bancaria de Basilea y que afectarán fundamentalmente a los modelos internos de las entidades (es decir, a su nivel de capital). De cara al año 2017 tanto esas nuevas reglas sobre capital como la implementación de la regulación sobre resolución bancaria, sin olvidar la compleja adaptación a la nueva normativa contable (IFRS 9), mantendrán bien atareados a los bancos.
Además, deberán seguir trabajando para su adaptación a las normas aprobadas para la mejora de la protección del cliente bancario, como es el caso de la nueva Directiva MIFID (MIFID 2), destinada a generar una profunda transformación en el modelo de negocio de todas las entidades que prestan servicios financieros, incluidos los bancos, y de la PRIPs, una norma aplicable a los productos complejos en que se integran productos financieros de distinta naturaleza. Ambas se aplicarán a partir de enero de 2018 y exigirán al legislador español la adaptación de nuestro ordenamiento durante el año 2017.
Otro de los desafíos del presente se refiere a la dificultad de sobrevivir en un entorno prolongado de bajos tipos de interés, lo que lógicamente afecta a la cuenta de resultados de las entidades. No es un efecto menor. Los resultados del año son la primera fuente de generación de capital y, además, descontada la solvencia de las entidades, su rentabilidad constituye el parámetro fundamental a la hora de atraer a los inversores que, potencialmente, habrían de contribuir a su fortalecimiento en el futuro a través de acciones y otros instrumentos financieros de distinta naturaleza que pudieran ser emitidos por los bancos. Cualquier banco en el mundo que no sea rentable no será solvente a medio y largo plazo. Frente a esta situación, los bancos desarrollan diversas estrategias, que fundamentalmente pueden agruparse en dos ejes: reducción de costes y mejora de los ingresos.
Las estrategias de reducción de costes son, salvo lo que seguidamente se dirá respecto de las oportunidades inherentes a la transformación digital, bastante tradicionales: se trata de reducir el número de empleados, de sucursales y los costes generales necesarios para el desarrollo de la actividad (costes laborales, proveedores…).
Hay otras líneas interesantes que tienen que ver con la posible búsqueda de socios financieros o industriales con los que acometer iniciativas conjuntas para el desarrollo de nuevos negocios o para la ampliación del perímetro de ser vicios tradicionales. En ese camino, pueden combinarse ingresos presentes (los derivados de la venta de una participación en ese negocio) con la posibilidad de una mejora futura de los ingresos. Aquí, el único peligro es que estas operaciones sean cortoplacistas, es decir, que generen un ingreso a corto plazo pero que terminen afectando a la futura rentabilidad del banco, al verse privado de una fuente de ingresos que tenga una posibilidad razonable de crecimiento en el futuro.
Lo malo de este tipo de estrategias es que, aunque sus efectos positivos pueden prolongarse en el tiempo, tienen una duración limitada: la reducción de costes que puede realizarse sin comprometer el futuro de la entidad está acotada, de modo que llegado a un cierto punto, no pueden realizarse recortes adicionales.
Por ello, aunque se trata de una estrategia lógica para superar una coyuntura tan excepcional y depósitos de los clientes. Sin embargo, difícil como la que genera el contexto hacen un contexto actual de bajos tipos de interés, el futuro de la rentabilidad bancaria no puede depender totalmente de este tipo de acciones. Se hace necesario encontrar nuevas FID 2 que, al intensificar la prohibición vías para la mejora de la rentabilidad.
Algunas de esas nuevas vías tienen que determinados servicios financieros, irá ver con la mejora de los ingresos de las forzando de manera paulatina que los entidades. La vía más obvia –además de reclamada por los supervisores bancarios- tiene que ver con la sustitución, al menos parcial, de un modelo basado en el margen financiero para pasar a un modelo mixto en el que también contribuyan otro tipo de ingresos, como los derivados de pagos por la prestación de servicios o comisiones. Nada debería ser más lógico que bancos pudieran cobrar a sus clientes por los servicios de valor añadido que prestan cada día.
El problema es que no ha sido esta la cultura tradicional de relación de los bancos con sus clientes. De hecho, lo que sucedía es que el banco proporcionaba gratuitamente una larga serie de servicios que se “financiaban” con cargo a los ingresos derivados de la inversión de los depósitos de los clientes.
La única cuestión es la de si los bancos serán o no capaces de competir con nuevos operadores (incluidas las ya archifamosas fintechs) en la calidad del servicio, en la experiencia del cliente y en el coste. Sin duda, esa es una de las claves de su futura viabilidad. Para ello, habrá ocasiones en que la mejor estrategia será la de seguir el viejo axioma de “si no puedes vencer a tu enemigo, únete a él”.
Todos estos retos han estado presentes en el año 2016 y tendrán continuidad en el 2017.
Y, por último, y muy ligado con todo lo anterior, están los que tienen que ver con el futuro. Empezaría por mencionar que la clasificación propuesta tiene una pequeña trampa. En realidad, no existen retos del futuro. Lo que podríamos considerar lo son, en el fondo, del presente y los bancos no tienen otra opción que afrontarlos con decisión, dedicando a ellos cuantiosos recursos e inversiones.
En este apartado incluiríamos la transformación digital, entendida en un sentido muy amplio: no sólo lo que hace posible la multicanalidad con el cliente sino también, y sobre todo, la mejora de la calidad de los datos y su acceso, el cambio de sistemas y la mejora de procesos. En suma, todo aquello que, aunque el cliente no vea directamente, constituyen un requisito esencial para que el cambio digital termine desplegando todos sus efectos positivos.
También incluiría su lado negativo, la ciberseguridad. Las cuantiosas inversiones que los bancos tienen que realizar para mantener a salvo los recursos y, no en menor medida, los datos de sus clientes frente a los constantes ataques de que son objeto. Se trata, sin duda, de una cuestión crucial a la que las autoridades y los supervisores bancarios prestan cada vez mayor atención.
En definitiva, las tareas a afrontar en 2016 y 2017 no serán muy distintas: mejorar la rentabilidad por todas las vías posibles, continuar con la implementación regulatoria y mantener el esfuerzo inversor para hacer posible la transformación digital y del modelo de negocio. Nada más…y nada menos.
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