Artículo escrito por Mariano Antón.
El ‘Manual de Oslo’, publicado en 2005 por la OCDE y Eurostat, define la innovación como la introducción de cambios o novedades en lo que se hace y cómo se hace, es decir, en la producción de bienes y servicios nuevos, en la mejora de los procesos y sistemas productivos existentes o en la puesta en práctica de nuevos métodos de organización o de ‘marketing’. Es evidente, por tanto, que la innovación se sitúa como un elemento capital para lograr, entre otros objetivos, un desarrollo económico sostenible de los países, un aumento del progreso y bienestar de sus sociedades y una mejora en la competitividad, la productividad y el empleo de sus economías.
En el caso concreto de España, no es ningún secreto que nuestro país sigue adoleciendo de un déficit crónico en inversión en I+D+i respecto a la media europea, una brecha que ha vuelto a ampliarse desde 2010, mermando la competitividad de nuestra economía y constituyendo un serio lastre para su crecimiento futuro. A pesar del esfuerzo que las empresas españolas han realizado en los años de mayor incidencia de la crisis, la inversión en I+D+i del sector privado de la economía española se encuentra sensiblemente por debajo de la media de la UE —aproximadamente, la mitad en términos de PIB— y muy lejos del objetivo establecido en el Programa Marco Europa Horizonte 2020.
Según los datos incluidos en el ‘Informe sobre la situación de la I+D+i en España y su incidencia sobre la competitividad y el empleo’, publicado por el Consejo Económico y Social el año pasado, solo un 20% de las empresas españolas que podrían considerarse innovadoras realizaron actividades de innovación, lo cual probablemente tiene un origen multifactorial, aunque en todo caso muy ligado a las características del mapa empresarial español (menor tamaño medio de las empresas españolas respecto a sus comparables europeas, mayor penetración del sector servicios respecto al industrial y al primario, y peso relativo superior de las actividades industriales con reducida intensidad innovadora).
No sorprende, por tanto, que, una vez superado el largo periodo de deterioro económico ocurrido en España en los últimos años, las empresas de nuestro país hayan puesto de nuevo el foco en la innovación. Así se pone de manifiesto en las conclusiones de la edición 2016 del Barómetro Europeo de la Empresa Familiar, patrocinado por el Instituto de la Empresa Familiar y KPMG, en el que se constata que las empresas familiares españolas confían, cada vez más, en la innovación y el talento como palancas de su crecimiento actual y futuro —tal y como reflejan sus planes de inversión para los próximos años—, aunque sus comparables europeas prevean destinar comparativamente más recursos a las inversiones en innovación y nuevas tecnologías.
En todo caso, es posible ver el futuro con optimismo, porque determinados sectores industriales españoles, como el de la automoción y sus componentes, se han convertido en referentes internacionales en producción y exportación, como consecuencia, entre otros aspectos, de su decidida y sostenida apuesta por la inversión en I+D+i. También es importante que la financiación de la I+D+i no esté a merced de los vaivenes de los ciclos económicos, especialmente en lo que respecta a las administraciones públicas. La disminución generalizada de fondos públicos destinados a la innovación que tuvo lugar en España durante la crisis económica fue de tal envergadura que volvió a situarnos en el furgón de cola de los países europeos más avanzados.
Por todo esto, es vital que los sistemas de incentivos y ayudas fiscales a la innovación sean más accesibles a las pequeñas y medianas empresas, mediante la simplificación de los trámites administrativos, la reducción de los costes económicos y de gestión y la mejora en la disponibilidad de la información, así como en la estabilidad del marco regulatorio aplicable para su obtención, de manera que pueda aumentar gradualmente la escasa experiencia de las pymes españolas en esta materia.
Y, por último, resulta imprescindible que los mecanismos privados de financiación de la innovación (‘venture capital’, incubadoras/aceleradoras, redes de inversores, financiación participativa, etc.) dispongan de un marco estable que les permita desarrollar su actividad para la obtención de retornos proporcionales al riesgo que asumen. En este sentido, aunque la inversión recibida por empresas españolas en fase de desarrollo registró en 2015 un crecimiento del 83% respecto al año anterior y nuestro país continúa ganando visibilidad en el mercado mundial del emprendimiento tecnológico —un ejemplo es el éxito del South Summit del pasado mes de octubre—, todavía están por verse los efectos de las diversas leyes de capital riesgo y financiación participativa que han entrado en vigor en los dos últimos años y su impacto en el desarrollo del ecosistema innovador del país.
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