Se cuenta en mi Castilla natal la fábula de un labrador que, queriendo mejorar el escueto beneficio que obtenía con su oficio, decidió incrementarlo mediante la ingeniosa idea de reducir paulatinamente la ración de grano que diariamente proporcionaba a los animales con que labraba la tierra, pensando que, con cierta práctica, podrían habituarse a no comer. Lamentablemente, cuando había conseguido el objetivo de sus enseñanzas, los animales ya habituados a no comer murieron…
Pido disculpas por la simplificación, pero repasando el tratamiento de la fiscalidad empresarial en los últimos años no puedo por menos que pensar en que nuestros sucesivos gobernantes, como el héroe de la fábula, consideran que nuestro principal tejido empresarial es capaz de soportar cualquier medida recaudatoria, al margen de sus efectos y, sobre todo, de su justicia. Da igual que se niegue el derecho a compensar los beneficios empresariales con las pérdidas empresariales (cuando por ejemplo, mercantilmente es inimaginable pensar en la existencia de un “beneficio repartible al accionista” cuando existen previas pérdidas no cubiertas por dicho beneficio), que se obligue a las grandes empresas a realizar préstamos sin intereses sin relación con su base imponible como consecuencia de la forma en que están configurados los pagos fraccionados, o que se les obligue a registrar rentas fiscales ficticias por la tenencia de filiales en pérdidas, alterando las reglas de reversión vigentes cuando dichas pérdidas fueron deducidas. Todo vale con tal de cuadrar las cuentas.
Como evidentemente todas las medidas anteriores no dejaban de ser medidas para anticipar recaudación futura, parece que el Gobierno entrante se encuentra, una vez más, en la tesitura de tener que inventar una nueva vuelta de tuerca con la que arreglar los desajustes presupuestarios, y esta vez, en lugar de buscar parches temporales, parece decidido a afrontar una “solución definitiva” al desajuste presupuestario actual (y al que se prevé venidero) en forma de “tipo mínimo” con el que se pretendería, se dice, que las grandes empresas ingresen anualmente en las arcas públicas un mínimo del 15% de su resultado contable del ejercicio “evitando aprovecharse de deducciones fiscales” (aparte de otras posibles medidas que se vienen anunciando).
Muchas son las reflexiones que podrían hacerse sobre la retórica que justifica esta idea.
En primer lugar, cuando se habla de tipo mínimo, una vez más es injusto que nuestros gobernantes ignoren todos los impuestos sobre los beneficios empresariales pagados por nuestras grandes empresas en todos los países donde operan, cómo si nuestras empresas pudieran operar en otros países sin pagar impuestos donde obtienen sus rentas.
En segundo lugar, al margen de lo anterior, no deja de resultar chocante que, ahora que nuestra economía se está recuperando, se piense en exigir a nuestras grandes empresas un impuesto mínimo del 15% aplicado sobre resultados contables futuros. Quizá, sólo quizá, la equidad exigiría preguntarse cuál haya sido el resultado contable acumulado obtenido por muchas de estas empresas en los últimos 10 años antes de pensar en aplicar a dicho resultado contable acumulado cualquier tipo mínimo. Seguro que los resultados sorprenderían a más de uno.
En tercer lugar, también habría que preguntar a nuestros gobernantes si no son impuestos mínimos sobre los beneficios todos y cada uno de las decenas de impuestos directos específicos, tanto estatales como autonómicos o locales, que tienen que pagar las grandes empresas que operan en los distintos sectores de nuestra economía. ¿Acaso no son impuestos mínimos sobre los beneficios, y a modo de ejemplo sin ánimo de ser exhaustivos, todos los teóricos impuestos ambientales que pagan las empresas eléctricas, las decenas de tasas específicas que pagan las empresas de telecomunicaciones, los impuestos pagados (y los anunciados) por las entidades financieras o las decenas de variopintos tributos autonómicos y locales que soportan todos los sectores? ¿Se descontarían acaso todos aquellos impuestos específicos creados para la satisfacción de fines particulares a la hora de calcular ese 15% del resultado contable?
En cuarto lugar, cabría preguntar si, a la hora de pergeñar un impuesto mínimo de estas características, se han tenido en cuenta las implicaciones contables de todo tipo que la creación de una medida como esta podría suponer, y que unidas al resto de medidas anunciadas (como entre otras, la mayor limitación para la compensación de bases negativas previas o para la aplicación de deducciones) pueden convertir en ejercicio de prestidigitación el registro contable del impacto impositivo en muchas empresas.
Por último, deberíamos preguntarnos si la creación de un tributo mínimo calculado como un porcentaje fijo de 15% sobre los beneficios contables de una empresa en un ejercicio determinado, sin deducción alguna de pérdidas previas, sin deducción de impuestos pagados en el extranjero, y sin deducción de ningún otro tributo directo, sigue siendo, realmente el legítimo impuesto sobre Sociedades dirigido a gravar la capacidad económica y tratado concienzudamente en las Leyes 61/1978, 43/1995 o 27/2014 o, por el contrario, es un tributo nuevo que usurpa su nombre. Si es así, y en mi opinión la respuesta es clara, el previsible recurso a la figura del Decreto/Ley para su creación debería tener sus días contados.
Tribuna publicada en Expansión el 6 de julio de 2018.
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