Entre los grandes retos estructurales que afectan actualmente al sector financiero, la transformación digital en su más amplio sentido es sin duda uno de los más trascendentes para el futuro de las entidades.
La transformación digital deriva, en primer lugar, de la propia evolución de los clientes bancarios. En porcentajes variables, pero ya claramente en el entorno del 50%, se han incorporado decididamente al mundo digital y ya realizan la mayor parte de las transacciones bancarias a través de canales no presenciales. Estos porcentajes crecen a gran velocidad y, si nos comparamos con lo que está sucediendo en otros mercados como el de los países escandinavos, no es difícil suponer que en poco tiempo estaremos en cuotas cercanas al 80%. Ello requiere que los bancos estén preparados para atender de forma eficiente estos nuevos canales de demanda y que puedan comercializar a través de ellos la totalidad, o la mayor parte, de sus productos y servicios.
Deben hacerlo de forma eficiente para que, al diseñar sus nuevos procesos, sean capaces de proporcionar a sus clientes una experiencia grata, comparable a la que ofrecen otros proveedores de servicios, competidores o no de los bancos tradicionales. A diferencia de lo que ocurría no hace tanto tiempo, los bancos ya no son el único canal a través del que muchos clientes reciben servicios financieros y, además, existen muchos prestadores de servicios no financieros que están educando al cliente respecto de lo que constituye una forma eficiente de trabajar. En efecto, cada día, las Big Techs, norteamericanas y asiáticas básicamente, y las fintechs se interrelacionan con los clientes bancarios mostrándoles nuevos modos de hacer las cosas.
Si esto es relevante para todos los clientes bancarios lo será especialmente para los más jóvenes. Muchos de ellos llevarán siendo clientes de distintas Big Techs o Fintechs mucho más tiempo del que habrán sido clientes bancarios con lo que sus expectativas sobre cómo debe ser tratado un cliente estarán forjadas en esa escuela.
En segundo término, la transformación digital viene obligada también por la necesidad de mejorar la eficiencia y la rentabilidad de las entidades bancarias y no agota en absoluto sus límites en la puesta a disposición de canales no presenciales para la realización de distintas operaciones y transacciones bancarias.
Aunque los bancos se hayan movido con rapidez en la transformación de su front office al objeto de ofrecer a sus clientes el acceso a sus servicios a través de esos nuevos canales, la verdadera transformación tendrá lugar (o no) en el back office, en la estrcutura operativa de las entidades.
La verdadera transformación tendrá lugar (o no) en el back office, en la estructura operativa de las entidades.
El problema de los bancos es que para que esa transformación pueda ser real y efectiva, tendrán que realizar un gran esfuerzo y una mayor inversión en actualizar sus sistemas y procesos.
Los bancos compiten con nuevas entidades y firmas creadas desde el comienzo con la finalidad de captar de forma eficiente la información sobre sus clientes, almacenarla y gestionarla de forma adecuada para desarrollar nuevos modelos de negocio. En cambio, en los bancos los datos de los clientes se encuentran a menudo fragmentados, almacenados en muy diversos sistemas y bases de datos lo que muchas veces hace difícil su localización y más aún un tratamiento eficiente.
Los bancos se enfrentan a un dilema que centra buena parte de las conversaciones que mantenemos con ellos en los últimos dos años: la conveniencia de lanzar un nuevo banco, totalmente digital, con sistemas independientes de los del banco originario y que replique total o casi totalmente su oferta de productos y servicios o la de hacer evolucionar al banco en su conjunto, emprendiendo la difícil tarea de su completa transformación.
No es fácil determinar cuál es el mejor camino y, dependiendo de las circunstancias, posiblemente en unos casos será uno y en otros será otro. En función de las circunstancias del sector, las características y el modelo de negocio del banco o la situación de sus infraestructuras tecnológicas, la estrategia que será adecuada (y exitosa) para un banco no lo será necesariamente para otro. Por ello, vemos ejemplos de entidades que han optado por evolucionar con el modelo de un nuevo banco (neobanco, en el argot del sector) y otros que han apostado decididamente por su completa transformación, a pesar de sus dificultades.
Por último, la transformación digital también es un imperativo del contexto actual de bajos tipos de interés y limitada rentabilidad. Los bancos tienen que aumentar su eficiencia disminuyendo sus costes y, para ello, la apuesta por la automatización de procesos y la digitalización puede ser un eficaz aliado.
La digitalización tiene grandes ventajas, algunas de las cuales ya hemos comentado. Sin embargo, también tiene sus riesgos algunos de ellos relacionados con nuevas formas de fraude o delincuencia (ciberdelincuencia).
La ciberseguridad es un aspecto crítico en esta nueva etapa. Los bancos tienen que estar preparados para recibir ataques sin precedentes que no sólo pretenderán obtener sus recursos económicos y los de sus clientes sino también y cada vez más información sobre estos últimos. Es una amenaza económica, qué duda cabe, pero también reputacional.
Los supervisores, y especialmente el Banco Central Europeo, ya están prestando una gran atención a este asunto conscientes de su enorme potencial desestabilizador para el conjunto del sector y las entidades individuales. Sin duda, un tema que ha llegado para quedarse entre las futuras prioridades de inversión.
La nueva Directiva sobre servicios de pago (PSD2), todavía pendiente de transposición a nuestro ordenamiento, ha apostado por el desarrollo de algunos proveedores de servicios de pago nuevos que, previsiblemente, pertenecerán en buena medida (aunque no exclusivamente) al mundo fintech.
A ese fin, se ha configurado para algunos de esos nuevos proveedores un auténtico derecho de acceso a las cuentas de los clientes bancarios que, aunque sometido a algunas condiciones relevantes (consentimiento explícito, cumplimiento de algunos estándares de seguridad…), no deja de suponer un cambio relevante en las condiciones de juego para los distintos actores en el mercado.
No cabe duda de que ello supone una aproximación abiertamente asimétrica del regulador a la realidad del acceso a la información de los datos del cliente, de modo que los bancos estarán obligados a permitir ese acceso no ya solamente a los operadores fintech que cumplan las condiciones establecidas en la normativa sino también a otros operadores económicos que hayan constituido los vehículos jurídicos adecuados.
Aunque la normativa PSD2 supone, en ese sentido, un paso muy relevante, hay que verla como el inicio de un camino cuyo discurrir adivinamos al ver el proceso que se está desarrollando en el Reino Unido de la mano de la iniciativa “open banking”.
El modelo “open banking”, impuesto al sector bancario por el regulador, implica que los bancos deben construir APIs (interfaces que permiten el intercambio de información en condiciones seguras) sometidas a un riguroso proceso de estandarización de modo que, lo quieran o no, terminarán formando parte de un ecosistema de prestadores de servicios a los clientes bancarios.
Obviamente, los bancos no están obligados a posicionarse “a la defensiva” en este nuevo mundo y, de hecho, algunos de ellos ya están evolucionando de modo que podrán aprovechar las ventajas de la nueva regulación para poder construir alianzas, posicionarse mejor en el nuevo ecosistema y actuar agresivamente desde un punto de vista comercial y de oferta de servicios.
Una de las claves a tener en cuenta es el nuevo concepto de “plataforma” en el que los bancos serán capaces de ofrecer a sus clientes los productos y servicios que les son propios y también facilitar el acceso, en condiciones ventajosas, a otros productos y servicios ofertados por sus “socios”, con todo lo que ello implica en términos de capacidad de sistemas y seguridad.
Analizar con realismo cuál es el posicionamiento de cada banco en ese nuevo ecosistema, cuáles son los productos y servicios que va a ofrecer, cuáles son los productos y servicios que va a comercializar, con qué otras entidades va a aliarse, cómo va a afrontar la competencia de sus pares y también de los nuevos entrantes (sobre todo de las temidas “Big Techs”) es la reflexión estratégica que todos los bancos deberían estar realizando, sin añadir dramatismo ni exageraciones y sabiendo que, aunque los cambios tecnológicos viajan a gran velocidad, su implementación, aceptación e impacto en el modelo de negocio serán siempre más lentos.
Analizar con realismo cuál es el posicionamiento de cada banco en ese nuevo ecosistema es la reflexión estratégica que todos los bancos deberían estar realizando
Tampoco parece que los bancos deban “desnaturalizarse”. Aunque el concepto de plataforma pueda implicar una ampliación de su oferta de productos y servicios, lo lógico es que se centren en aquello que les diferencia, la oferta de productos y servicios financieros personalizados para un cliente al que deberían conocer, en sus necesidades y circunstancias, como nadie.
El“open banking” es un mundo nuevo en el que los competidores de ayer podrán ser aliados y aparecerán nuevos competidores donde menos se les espere. Las big techs y las fintechs ya están aquí pero también las grandes compañías de telecomunicaciones. Todos ellos terminarán prestando, directa o indirectamente, por sí o mediante alianzas, servicios financieros.
La rápida evolución de la tecnología hace que el cambio al que ya nos enfrentamos sea profundamente disruptivo. No es sólo la intensidad de ese cambio sino sobre todo su velocidad la que hace que sea así, singularmente en el caso de los servicios financieros.
Las entidades han reaccionado también con rapidez, tratando de entender lo que las nuevas tecnologías podían proporcionarles, aprovechando la mayor eficiencia que podían darles y mejorando la experiencia de sus clientes. Obviamente, para hacerlo han necesitado realizar cuantiosas inversiones y atraer talento, incorporando profesionales de perfiles muy distintos a los que habían sido tradicionales en las entidades financieras.
Obviamente, los reguladores y supervisores no disponen ni de los mismos recursos ni de la misma flexibilidad a la hora de efectuar una “rotación” tan ambiciosa de sus profesionales al objeto de dotarse de las capacidades necesarias.
Ante esta circunstancia, su primera reacción ante el cambio tecnológico fue la formación de grupos de trabajo o grupos de expertos que les ayudaran a entender mejor lo que estaba ocurriendo y sus implicaciones en términos de riesgo.
Los reguladores de todo el mundo evidenciaron sus diferencias en este proceso. Algunos, los menos, fueron más rápidos y más osados, entendiendo que una actitud favorable frente a la innovación tecnológica podría suponer una ventaja competitiva para su mercado financiero en última instancia favorable a los consumidores. Este ha sido claramente el caso del Reino Unido.
Otros han tenido una actitud mucho más cauta si bien parece que la dirección de viaje de todos ellos es la misma e, incluso, ha podido llegar a apreciarse una cierta “competencia” entre los supervisores en su actitud frente a la innovación.
La generación de espacios abiertos para la innovación, a través de las modificaciones legislativas o del reconocimiento de excepciones en la aplicación de la regulación como suponen las conocidas como “sandbox”, contempladas en un reciente proyecto de ley cuya suerte final está hoy en día por ver a la vista del cambio de Gobierno, son medidas cada vez más habituales en todas las jurisdicciones y, sin duda, ello ha contribuido al desarrollo de ecosistemas fintech en prácticamente todas las jurisdicciones relevantes.
No obstante, los reguladores tienen que hacer mucho más. Tienen, en primer lugar, el deber de asegurar que los servicios financieros se prestan en condiciones de seguridad para los usuarios desde todos los puntos de vista, sin que su protección efectiva dependa de la naturaleza o regulación aplicable al proveedor de servicios de que se trate. Ello implica la aplicación de un férreo principio de neutralidad de modo que las mismas actividades sean tratadas de la misma forma (level playing field) y que la innovación no se frene, venga de donde venga.
En este sentido, hay que ser consciente de que, en ocasiones, las diferencias de trato no tienen su origen en la existencia de normas distintas para una misma actividad sino en el hecho de que los competidores pertenecen a organizaciones muy diferentes, sujetas a una regulación igualmente diversa.
En ocasiones, las diferencias de trato tienen su origen en la naturaleza diferente de los competidores
Las áreas de pagos compiten en desventaja frente a las fintech que operan en el sector de los servicios de pago no porque la regulación de la actividad sea diferencia sino por estar dentro de una entidad que, entre otras muchas actividades, capta depósitos y está sometida a una regulación singular y mucho más exigente.
La posibilidad de que esas áreas específicas puedan ser “encapsuladas” y sometidas a una regulación más próxima a la de sus competidores deberá ser cuidadosamente analizada por los reguladores y supervisores.
También debería ser considerada la derogación de aquellas partes de la normativa que, innecesariamente, se han convertido en un obstáculo a la innovación. Hace ya algún tiempo que he venido hablando, a ese respecto, del caso de la regulación de las remuneraciones de determinados profesionales que trabajan en los bancos y los efectos de su aplicación al talento procedente del mundo “Big Tech” o “Fin Tech”. Es sólo un ejemplo, pero hay otros y todos ellos deberían ser objeto de una reconsideración.
La innovación es positiva, proceda de donde proceda, y debería ser universalmente incentivada en beneficio de los clientes bancarios y del conjunto de la sociedad.
Los reguladores y supervisores deben encontrar un equilibrio razonable entre dotar a los inversores y clientes de la necesaria seguridad y abrir las puertas a esa innovación, con independencia de su origen, sin crear ventajas competitivas artificiales para ninguno de los operadores.
La transformación digital de las entidades financieras es ya un hecho como lo es en la sociedad. El fenómeno transciende al sector financiero tradicional y se proyecta sobre muchos nuevos operadores que compiten con los bancos y las entidades aseguradoras. Es un proceso veloz, de efectos claramente disruptivos, y que tendrá efectos muy positivos para los clientes y usuarios de servicios financieros.
La magnitud del cambio que viene es difícilmente imaginable. Como clientes, nos encontramos ante una oferta de productos y servicios cada vez más amplia, de mayor calidad, más personalizada y de fuentes cada vez más diversificadas.
Ante esto, no todas las entidades se encuentran en la misma posición. Aquellas cuya capacidad de inversión o su visión estratégica les ha permitido anticiparse al cambio se encuentran entre las más avanzadas del mundo en este ámbito. Otras, sin embargo, se encuentran más retrasadas, a veces por la propia (y legítima) duda sobre si deben apresurarse a realizar grandes inversiones en tecnologías no suficientemente testadas. Pero en todos los casos se encuentran de lleno en el proceso de transformación digital.
El sector financiero español no será un freno para la transformación digital del conjunto de la sociedad española, todo lo contrario, pero tampoco presionará a los clientes que prefieran mantenerse en los canales tradicionales.
Mientras el ecosistema de los prestadores de servicios financieros cambia rápidamente, los reguladores tienen que establecer el papel de cada cual y definir las condiciones para una competencia en igualdad. Las entidades, por su parte, tienen que decidir, “qué quieren (con realismo) ser de mayores”, con quién y en qué ámbitos van a aliarse, con quién y en qué ámbitos van a competir.
Tal y como evolucionan las cosas la alternativa, no siempre fácil, se encontrará entre llegar a tiempo al reto de la transformación digital y afrontar los riesgos y los retos a los que siempre se enfrentan los pioneros u optar por la prudencia, apostar sobre seguro, y correr el riesgo de llegar tarde… y de que los clientes no esperen.
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