Que el trabajo en el que se jubilarán nuestros hijos puede que aún no se haya inventado es una afirmación que asumimos fácilmente cuando hablamos de las reformas educativas que hacen falta. De hecho, es probable que, a lo largo de sus vidas, las próximas generaciones tengan que cambiar varias veces de profesión. Si esto va a ser así, ¿qué tipo de plantillas tendrán esas empresas? ¿Cómo van a gestionar el talento sus departamentos de Recursos Humanos?
Las cosas se complican aún más cuando pensamos en la normativa laboral o en la de la Seguridad Social. Nuestro sistema político sigue definiendo el Estado bajo las características que describió Max Weber a comienzos del siglo XX: jerárquico y burocratizado. Y la Seguridad Social opera en 2019 bajo los mismos principios que definió Bismarck en 1889, con trabajadores fijos que desarrollaban largas carreras y cotizaban regularmente durante largos periodos de tiempo. Esa economía bismarckiana hace mucho tiempo que dejó de existir.
Al margen del desafío que supone el envejecimiento de la población -Bismarck fijó la edad de jubilación en 70 años, cuando la esperanza de vida de los alemanes era de 35 años- lo realmente complicado será adaptarse a la fragmentación que produce la tecnología, así como al talento millenial que cambia habitualmente de empresas y de países porque prefieren perseguir proyectos atractivos antes que desarrollar carreras estables en un mismo sitio.
Si ya hemos comprobado lo difícil que es que los políticos alcancen pactos para introducir las reformas educativas que permitan evolucionar de un sistema que, básicamente, se dedica a transferir stocks de conocimientos a otro donde se inculquen habilidades que faciliten la formación continua durante toda la vida, es casi imposible imaginar que la normativa laboral pueda adaptarse a la velocidad que las empresas necesitan para captar y gestionar el talento.
Trabajadores jóvenes que quieran desarrollarse en distintas empresas o países sin verse estigmatizados, start-ups que no tienen capacidad para fichar de modo permanente a profesionales senior pero que podrían contratar o “alquilar” por un tiempo sus servicios, personas que necesitan salir del mercado laboral para adquirir nuevas capacidades o que necesitan contratos que les permitan simultanear la formación con el desempeño de sus obligaciones… El catálogo de situaciones que están empezando a producirse es enorme y las rigideces del sistema hacen que sea más sencillo -y menos gravoso para las empresas- salir de éstas por hallarse de baja por enfermedad que ausentarse para acudir a un curso.
¿Y cómo afectará todo esto a la representación de los trabajadores? ¿Quién defenderá los intereses de aquellos stakeholders internos y externos que no están presentes o fijos? ¿Deberán idearse para las empresas herramientas como las bancadas parlamentarias de las generaciones futuras que existen en algunos sistemas escandinavos donde se representa a los ciudadanos que aún no han nacido y sus intereses?
El estudio de KPMG sobre el futuro de los Recursos Humanos en 2019 arroja resultados inquietantes al respecto. Dos tercios de los directivos de RRHH han estado inmersos en transformaciones digitales, pero sólo el 40% tiene una agenda o un plan de digitalización. Esta sensación de que el proceso es inevitable, pero que el protagonismo no es de ellos se confirma cuando el 70% declara que es preciso reconfigurar la fuerza de trabajo, pero sólo el 37% se declara “muy convencido” de que RRHH es el departamento clave para modificar la organización y su propia función. Esto explica que el mundo de los RRHH esté dividido entre “visionarios” y “expectantes”, entre los que están dispuestos a experimentar y los que prefieren copiar.
La integración de nuevas tecnologías va a remodelar radicalmente los departamentos de RRHH. Además de añadir valor a las empresas gestionando bien el talento, van a tener que atender a una nueva dimensión porque en las sociedades de mercado, la profesión o el oficio seguirá siendo un elemento crítico de la articulación social y un indicador de nuestra posición en la misma.
La pregunta crítica que cada individuo deberá responder en los próximos años seguirá siendo el por qué nos van a valorar socialmente si las nuevas tecnologías van a hacer mejor y a menor coste las cosas por las que nos pagaban. Pero la revolución tecnológica no sólo cambiará el paradigma económico del empleo, también modificará su consideración social.
Del “te ganarás el pan con el sudor de tu frente” del Génesis, donde el trabajo se veía como una maldición bíblica -esto no cambiaría hasta finales del siglo XIX con la encíclica Rerum Novarum porque las clases sociales medioaltas eran rentistas, no trabajadoras- hasta el trabajo como experiencia vital postindustrial que reflejaría la Renta Básica Universal (RBU), pasando por el concepto protestante del éxito profesional como síntoma de salvación en otra vida, la Humanidad ha experimentado una evolución importante. Y el salto que se va a producir en la próxima década promete removerlo todo.
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