Las compañías se han visto sometidas en los últimos años a una presión creciente para medir, gestionar y comunicar sus impactos en materia económica, ambiental, social. Centrarse solo en las finanzas ya no es suficiente desde hace tiempo.
En muchos sectores y mercados, el impacto positivo de una organización, su contribución a la sociedad puede marcar la diferencia entre obtener o no licencia social para operar. Pero esta licencia social no depende solo de la existencia de esos impactos, sino también de cómo las compañías los gestionan y los comunican a sus grupos de interés. En ese sentido, los Objetivos de Desarrollo Sostenible (ODS), aprobados por Naciones Unidas en 2015, ofrecen un marco estable con el horizonte 2030, para medir la contribución al desarrollo sostenible por parte de las empresas. Los 17 objetivos y 169 metas aprobados permiten a las compañías poner en valor su contribución real al desarrollo, poniendo foco en los ODS en los que más impactan, de acuerdo a su actividad y a los países en los que operan.
Pero, ¿cómo medimos el impacto?
Actualmente existen múltiples y diversas metodologías para medir los impactos de una organización, tanto positivos como negativos. Se tratra de metodologías que en los últimos años se han vuelto más sofisticadas. Algunas de las principales metodologías de referencia a escala internacional son la metodología Input-Output, la metodología Social return on investment (SROI) de Social Value UK, el sistema IRIS+ del Global Impact Investing Network (GIIN), o la metodología True Value de KPMG, entre otras. Cada una atiende a un propósito distinto:
Medir y gestionar el impacto en la sociedad por parte de las compañías es esencial para garantizar la transición hacia una economía mundial sostenible y baja en carbono, que combine la rentabilidad a largo plazo, con la protección del medio ambiente y la justicia social.
Comunicar este impacto, es decir un mayor reporte de información no financiera por parte de las compañías contribuye a este hecho, y constituye un factor esencial para aumentar la confianza de los inversores, los consumidores y la sociedad en general, por lo que debe ser promovido y tenido en cuenta por parte de todos.
En este sentido, aunque queda todavía mucho camino por recorrer, debemos afrontarlo de forma optimista porque se ha avanzado mucho en los últimos años. Avances que han sido impulsados por las exigencias de los accionistas, de los inversores, de las ONG, de los clientes, también por la aparición de estándares de reporting voluntarios, por la aprobación de los ODS y por la propia regulación.
La directiva europea de reporting no financiero, así como su transposición en España- la Ley 11/2018 de información no financiera– han supuesto un gran impulso en términos de rendición de cuentas por ejemplo, al obligar, en el caso de España, a compañías de más de quinientos empleados que cumplen una serie de requisitos a elaborar anualmente un estado de información no financiera, en el que deben reportar amplia información con respecto a cuestiones ambientales y sociales.
Estamos en la senda correcta, pero aún queda un largo camino por recorrer, por poner algunos ejemplos aspectos como mejorar el control interno de la información no financiera, o mejorar la fiabilidad de la información reportada- la agencia de rating Standard & Poors advierte que las compañías que no verifiquen por parte de un tercero independiente sus datos de desempeño suponen una amenaza de credibilidad para su sector- son algunas de las asignaturas pendientes en las que las compañías deberán avanzar en los próximos años.
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