Siempre es bueno empezar un texto con una cita de postín, yo apuntaré una del conocido Teólogo del siglo XIII Santo Tomas de Aquino que dejó escrito que “Si el objetivo más alto de un capitán fuera preservar su barco, lo mantendría en el puerto por siempre”.
Esta cita nos indica que la mera preservación del status quo de una persona, entidad o compañía no satisface las más básicas ambiciones humanas ni tampoco las expectativas creadas a nuestro alrededor. Es por tanto necesario la exposición a la incertidumbre asumiendo los riesgos de partida que puede acarrear cualquier actividad. De esta forma, navegar la incertidumbre resulta inexorable en múltiples facetas de nuestra vida.
Todo esto, en un salto conceptual que quisiera no muy exigente, me lleva a hablar de uno de los riesgos más críticos a los que una compañía o entidad puede enfrentarse en esa incertidumbre inherente a cualquier actividad: el riesgo de fraude. Un riesgo que afecta no solo desde el punto de vista material y económico, sino también desde la perspectiva de la reputación y la confianza de proveedores, clientes, entidades financieras y empleados, entre otros grupos de interés.
Cómo defenderse ante esta amenaza, ineludible en algún momento por toda compañía o entidad que participa en una actividad económica, es objeto de numerosas y variadas aproximaciones que incluyen desde el impulso de un canal ético hasta los controles tecnológicos que monitoricen la actividad desde una perspectiva antifraude particular. Sin embargo, quisiera centrarme en un aspecto que considero clave: la formación especializada en el ámbito antifraude.
Aún en estos tiempos, en los que la tecnología es la llave para construir una línea de defensa antifraude efectiva – y así es y será todavía más cierto en el futuro – el factor humano es crítico para detectar irregularidades con perspicacia y escepticismo. De hecho, es probablemente el mayor y más efectivo control anti-fraude si tuviéramos que quedarnos con uno sólo.
Sin embargo, el factor humano requiere de una serie de conocimientos muy concretos: la definición del fraude en sentido amplio, los casos de fraude pasados y cómo podrían haberse evitado, las técnicas y el objetivo de una investigación interna y el enfoque de remediación continua de controles anti-fraude. En ausencia de estos conocimientos tan particulares, las posibilidades de prevenir y detectar el fraude se ven reducidas.
Por eso, considero que un plan de formación anti-fraude continuo y valioso para todos los niveles de la organización es ahora mismo una herramienta clave que permite construir un clima ético fundamental para detectar y prevenir el fraude.
Creo además que no estoy solo en tal apreciación ya que, desde hace varios años, hemos visto como las solicitudes de formación se han multiplicado desde una perspectiva ‘ad hoc’ complementando planes de formación y adecuando el contenido al sector de actividad. Las posibilidades son amplias, tanto desde la perspectiva más formal como el certificado de mayor relevancia en este ámbito – estoy hablando del Certified Fraude Examiner (CFE) de la asociación anti-fraude más importante del mundo: la Association of Certified Fraud Examiners (ACFE).
Las formaciones antifraude deben incluir además un enfoque práctico en la medida que la lucha contra el fraude requiere de un enfoque activo y proactivo, lejos de planteamientos teóricos y artificiales que no afectan ni ayudan realmente a la prevención y detección del fraude. Este planteamiento práctico supone un ejercicio de transparencia, ya que la formación resulta más efectiva cuando describe casos reales de fraude que han afectado a la entidad o la compañía.
De igual forma, la experiencia real de los formadores en términos de prevención y detección resulta del todo relevante ya que la experiencia en el terreno facilita la comunicación de los distintos conceptos que estructuran la formación antifraude. En este caso, el barro de las botas y los años de experiencia no hacen sino sumar en una comunicación directa, real y efectiva.
Todo esto, además, porque esta formación antifraude es útil para soportar y evidenciar el compromiso de una compañía o entidad con una forma ética de hacer negocios y, de mayor importancia, para mitigar las pérdidas. Porque, no nos llevemos a error, en eso consiste la lucha contra el fraude, en evitar pérdidas monetarias en la cuenta de resultados y proteger la actividad y la percepción del mercado que también puede afectar económicamente. Por eso, desde mi perspectiva, la formación antifraude tiene un retorno directo de tipo cuantitativo y cualitativo que lo hace un punto crítico que debería estar en las agendas de todas las compañías y entidades. Si no lo está, hay que ponerle remedio.
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