Una de las consecuencias, afortunadamente de las menos dramáticas, de la crisis sanitaria en la que aún nos encontramos es la oportunidad de desempolvar instituciones jurídicas que, por lo excepcional de las circunstancias a las que se refieren, se usan solo de forma muy ocasional a lo largo del tiempo y, por ello, parecen caer en desuso y por tanto en el olvido. Hasta que una situación excepcional las vuelve a poner de actualidad.
Así, en los primeros días tras decretarse el confinamiento obligatorio se escribieron por parte de muchos autores (incluyendo nosotros) numerosos artículos al objeto de determinar si dicho confinamiento debía ser causa (por fuerza mayor) de la liberación de las obligaciones de las partes bajo un contrato. Dado que, a nuestro juicio, dicha alegación tenía un recorrido mucho más limitado del que se pretendía (pues solo debía liberar aquellas obligaciones que devenían imposibles) algunos obligados (como decíamos entonces y repetimos ahora, con más causa) y sus asesores se empezaron a fijar en la llamada “Cláusula Rebus”.
¿Y cuál es la Cláusula Rebus? Lo primero que hay que señalar es que esta no es una cláusula que se encuentre normalmente en un contrato, sino que, más bien, es una cláusula que se debe entender que aplica a los contratos si las circunstancias lo justifican y siempre que las partes no lo hayan regulado expresamente. Así, la Cláusula Rebus (del latín “rebus sic stantibus”, mientras las cosas sigan igual) ha sido desarrollada por la jurisprudencia para señalar que, si acaecen tres circunstancias, procede la revisión de las obligaciones de un contrato o, en los casos más extremos, la terminación anticipada de dicho contrato (incluso modulando las consecuencias de dicha terminación).
¿Y cuáles son las tres circunstancias que justificarían la alteración de las condiciones libremente pactas por las partes? La primera, la alteración de las circunstancias en las que las partes celebraron un contrato; la segunda, que dicha alteración haga que se produzca una desproporción evidente entre las prestaciones de las partes, de forma que las prestaciones asumidas por una de las partes hayan devenido manifiestamente más onerosas que las de la otra; y la tercera, que dicha alteración de las circunstancias fuera totalmente imprevisible para las partes al momento de celebración del contrato y corresponda a un riesgo que no caiga (o deba caer) en la esfera de la parte perjudicada. Así, dicha doctrina jurisprudencial es la plasmación del principio de buena fe que se encuentra expresamente regulado en nuestro código civil (artículos 7 y 1258 entre otros) así como del principio implícito (y disperso en algunas disposiciones de nuestro ordenamiento) del equilibrio de las prestaciones entre las partes. Y, como se puede entender, siendo dicha cláusula una ruptura (o al menos modulación) de los acuerdos expresos entre las partes, debe ser aplicada de forma restrictiva, pues impera en nuestro derecho, con carácter preferente, el principio de que los contratos deben cumplirse en los términos acordados.
Establecida la cuestión, con el acaecimiento de la crisis sanitaria y el confinamiento, un buen número de obligados vieron en esta “Cláusula Rebus” el salvavidas al que agarrarse para modular (o incluso cancelar) sus obligaciones de pago. Esto ha sido particularmente acusado en el caso de los contratos de arrendamiento de negocio, dado que muchos empresarios se veían obligados a seguir pagando rentas por inmuebles o locales de los que no podían hacer uso, bien porque la actividad económica que allí se desarrollaba no podía continuar desarrollándose (caso de muchos locales abiertos al público y, en especial, restaurantes y bares, cuya actividad se suspendió en algunos lugares ya antes de la cuarentena y parece previsible que permanecerá suspendida algún tiempo después de esta) o bien porque, aún pudiendo, ese uso era claramente antieconómico atendiendo a las circunstancias. En casos menos graves (y, quizás, menos claros, pues se podría aducir que el riesgo de demanda debe recaer en el arrendatario), el local seguía funcionando, pero la paralización de muchas actividades económicas, el miedo a “salir a la calle” o la previsible crisis económica que se avecina hacía que los ingresos hubieran caído de forma muy acusada y que esta situación se mantenga en el tiempo.
Planteado el problema, el ejecutivo ha entrado a regular la cuestión mediante el Real Decreto 15/2020 de 21 de abril, señalando en la Exposición de Motivos que de esta forma procede a regular de forma específica la Cláusula Rebus. ¿Y cómo lo ha regulado? Pues, sin entrar en demasiados detalles que no son objeto de este artículo, distinguiendo dos supuestos. En ambos el arrendatario tiene que ser un autónomo o PYME (en el caso de PYME, que cumpla los límites del artículo 257.1 de la Ley de Sociedades de Capital) cuya actividad haya quedado suspendida como consecuencia de la entrada en vigor del RD 463/2020 o debe haber tenido una disminución de al menos un 75% en relación con la facturación media mensual del primer trimestre del año 2019.
¿Y cuáles son las dos situaciones que distingue? En la primera (llamémosle de “Arrendatario Protegido”, aunque esta protección en nuestra opinión haya podido quedarse corta en algunos aspectos) el arrendador es una persona (física o jurídica) con más de diez inmuebles o más de 1500 m2 de superficie construida, siendo la segunda situación la que aplicaría al resto de arrendatarios que no tienen un arrendador de esas características.
Así, de ser un Arrendatario Protegido, puede suspender el pago de las rentas durante el periodo de alarma y, si se justifica por la disminución de los ingresos, los meses siguientes hasta un máximo de cuatro, debiendo esas rentas suspendidas pagarse de forma proporcional durante los dos años siguientes o, de ser inferior, durante el periodo restante del arrendamiento.
En el caso del resto de arrendatarios a los que aplica el Real Decreto Ley esta moratoria no se puede imponer, aunque se puede solicitar (lo que en todo caso podría hacerse, sin sujeción a plazo alguno) permitiendo la norma que las partes dispongan de la fianza (que es una garantía por impago y que en prácticamente todas las CCAA está depositada en el organismo correspondiente, al que habrá que solicitar su devolución) para proceder a pagar alguna de las rentas aplazadas, con la obligación de restablecerla en un año (o el plazo inferior del contrato que reste hasta su vencimiento). Nótese que el arrendador en estos supuestos no tiene la obligación (a diferencia de lo que ocurre en la situación de “Arrendatario Protegido”) de aceptar la solicitud del arrendatario.
¿Y por qué nos parece a nosotros que la regulación ha podido, quizás por la urgencia, adolecer de determinados errores? Por varias razones, de las cuales queremos exponer las cuatro más importantes a continuación:
La primera es que la Cláusula Rebus es un mecanismo para, como señalábamos, restablecer el equilibrio de las prestaciones en un contrato que ha devenido desequilibrado. Por tanto, la distinción de cómo aplica cuando el arrendador tiene unas características u otras, y que solo aplica a determinados arrendatarios (PYMEs de determinada facturación y autónomos) y parece que no a otros, es usar un mecanismo de protección de la buena fe y de reequilibrio contractual para establecer medidas (que podrán ser más o menos acertadas) de política económica, que nada tienen que ver con la causa que justificó la Cláusula Rebus. ¿O es que acaso una PYME que no cumpla los requisitos del Real Decreto o una gran empresa no tienen derecho a la buena fe contractual?
La segunda, y quizás más relevante, es que, al regular la protección para los “Arrendatarios Protegidos” no ha establecido más que una moratoria de pago que debe recuperarse en un determinado plazo, dejando a los arrendatarios no “Protegidos” sin siquiera esa moratoria sino una mera posibilidad de usar la fianza para pagar alguna renta (es decir, permitiendo a ese arrendatario financiarse a sí mismo). Esta nos parece una interpretación muy limitada de la Cláusula Rebus, que posiblemente en muchos casos hubiera podido justificar una disminución de la renta durante este periodo (incluso algunos piensan que hubiera justificado la suspensión del pago, total o parcial, durante el periodo). De hecho, en nuestra experiencia, muchos arrendadores, sin necesidad de que nadie les impusiera Cláusula Rebus o regulación alguna, ya habían aceptado carencias o disminuciones de renta a muchos arrendatarios, entendiendo posiblemente que valía más en estas circunstancias tener arrendatarios que puedan mantener su negocio que locales vacíos.
La tercera es que ignora la posibilidad (que según nuestra jurisprudencia excluye la aplicación de la Cláusula Rebus) de que las partes tengan el riesgo en cuestión expresamente atribuido a una de las partes, además de mezclar dos situaciones que pueden ser distintas, cual es la suspensión de la actividad con la disminución de la facturación, que puede venir por la crisis sanitaria, pero puede no venir por ello (y aplicar la Cláusula Rebus a una mera crisis económica o de negocio es algo que nuestra jurisprudencia de forma general ha descartado).
La cuarta, una vez que entramos en la regulación en cuestión, es que, por un lado, ignora que a muchos arrendadores la suspensión automática y total de la renta les puede poner en una situación muy complicada (por ejemplo, cuando cuentan con esa renta para pagar sus costes financieros u operativos, o para pagar gastos variables) y, al mismo tiempo, ignora que prever que un arrendatario pueda recuperar las rentas aplazadas de forma inmediata y pagarlas al arrendador, con la crisis que se avecina, es algo posiblemente muy optimista (por no señalar que esa suspensión acaba en los cuatro meses siguientes, cuando ya se habla de que algunos negocios a lo mejor ni siquiera han podido reabrir en ese plazo). ¿No hubiera sido mejor intentar restablecer el equilibrio de las prestaciones de forma que, caso por caso, se viera qué es posible para las partes cumplir sin hacer del contrato una carga demasiado onerosa para una de ellas?
En resumidas cuentas, en nuestra opinión, la regulación podría ser mejor, y seguro podría tener una aplicación más general, si no hiciera distinciones artificiales (sobre a quién proteger) sobre la base de un doble apriorismo legislativo (empresa grande frente a empresa pequeña, arrendador grande frente a arrendador pequeño) y tuviera en cuenta las diferentes circunstancias que pudieran acaecer. Pero, sobre todo, esa regulación no debería justificarse sobre el desarrollo legislativo de la Cláusula Rebus. Y esto es así porque parecería que esta regulación debe ser la base sobre la que, en estas circunstancias y para estos arrendamientos, la jurisprudencia aplique la Cláusula Rebus, dado que los jueces se van a restringir de entrar a aplicar criterios de principios generales del derecho cuando ya existe una norma que señala cómo debe aplicarse la Cláusula Rebus en esta situación. Con lo cual muchos arrendatarios, bien porque o ellos o sus arrendadores no cumplen las condiciones del Real Decreto, se encuentran con que se les deniega la aplicación de la Cláusula Rebus, y aquellos más “afortunados” solo obtienen un cierto alivio en forma de aplazamiento de las cuotas, “alivio” que solo aplica de forma obligatoria si el arrendador es un “gran tenedor” de inmuebles, además de ser un alivio posiblemente insuficiente para poder ajustar sus gastos a sus ingresos a medio plazo.
Confiemos que los arrendadores mantengan el buen espíritu (y sentido) que han mantenido hasta ahora en la mayoría de los casos para permitir remedios mejores a sus arrendatarios pues aquellos arrendatarios que esperaban un alivio legislativo, no cumplirán sus expectativas, y pueden haber quedado maniatados ante un eventual procedimiento judicial en el caso de que sus arrendadores (por la razón que sea) denieguen la moderación en las obligaciones del contrato que dichos arrendatarios les pedían.
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