Impacto del COVID-19 en la economía británica y el Brexit
A principios de marzo daba comienzo las negociaciones entre la UE y Reino Unido para tratar de alcanzar un acuerdo sobre cuáles serán los términos que regirán su futura relación. Estas negociaciones, que ya se preveían complicadas por la amplitud de las cuestiones a abordar y el escaso plazo con el que cuentan, se enfrentan ahora ante la difícil crisis internacional provocada por el COVID-19.
Y es que los gobiernos europeos y británico y las propias instituciones europeas se han visto obligados, lógicamente, a centrar toda su atención en hacer frente a las graves e imprevistas consecuencias de la pandemia, pasando a un segundo plano otras cuestiones.
En efecto, el COVID-19, además de los durísimos impactos humanos que ya está teniendo, va a tener un efecto muy negativo sobre la economía mundial, así como sobre las economías de los países europeos. Este gran impacto negativo se explica por cuatro efectos, que en algunos casos se retroalimentan.
En primer lugar, un shock de demanda, al caer la demanda privada de consumo e inversión; en segundo lugar, un shock de oferta, derivado de la disrupción de las cadenas de suministro y la reducción de actividad que generan las medidas de confinamiento; en tercer lugar, una crisis de liquidez, consecuencia de las anteriores; y, por último, un “efecto riqueza”, ante el hundimiento de las cotizaciones bursátiles, ligado al efecto de las expectativas (los “animal spirits” de los que nos hablaba Keynes en la Gran Depresión), afectando negativamente de nuevo a la demanda.
Ante esta situación, todos los países han tenido que poner en marcha un conjunto de medidas sanitarias, fiscales y monetarias para poder hacer frente a la crisis. Además, dado que la magnitud de la crisis es global, su solución requerirá de la coordinación a nivel mundial. También será una oportunidad para relanzar las instituciones multilaterales, dado que previsiblemente muchas regiones no serán capaces de poder hacer frente a la pandemia por sí solas.
La magnitud de la crisis dependerá de cuando se controle la pandemia, por lo que se abren dos escenarios: uno más optimista, en el que las medidas sanitarias puestas en marcha a nivel internacional consiguen controlar el aumento del número de casos para este verano y otro más pesimista, en el que la pandemia persiste hasta la segunda mitad de 2021.
El FMI apunta a una recesión en 2020 con una caída del PIB global del 3% (el peor registro desde la Gran Depresión y muy superior al de 2008-9). No obstante, en un escenario de control de la pandemia en la segunda mitad de 2020 y de efectividad de las medidas de apoyo tomadas por los gobiernos, se espera una progresiva recuperación en 2021, con un crecimiento global del 5,8%. Para la economía británica, en particular, el impacto previsto sería superior, con una caída del PIB del 6,5% en 2020, que recuperaría la senda positiva en 2021, con un crecimiento del 4%.
En el ‘Economic Outlook’ que ha publicado recientemente KPMG UK se pone de manifiesto cómo el Covid-19 se ha convertido en el principal factor de riesgo para la economía británica en el corto plazo, superando al Brexit.
Las previsiones recogidas en el informe han sido revisadas en abril, con un escenario base que prevé una caída del PIB del 7,8% en 2020 y un repunte en 2021 hasta el 8,4%. Estos datos se basarían en el supuesto de que el confinamiento se extienda hasta finales de mayo y permanezcan ciertas restricciones sobre contacto social y viajes hasta 2021, contemplándose, además, la posibilidad de nuevos confinamientos en los dos últimos trimestres de 2020.
Se trata lógicamente de previsiones sujetas a revisión en función de la efectividad de las medidas sanitarias puestas en marcha a nivel global y del avance en el desarrollo de una vacuna.
Ante esta situación, Reino Unido ha tenido que poner en marcha diversas medidas adicionales a las sanitarias. En particular, una política fiscal expansiva, que permita minimizar los duros impactos de la crisis, y una política monetaria que, además de reducir los tipos de interés, permita inyectar liquidez al sistema y absorber el previsible incremento de la deuda pública (quantitative easing).
En este difícil contexto internacional y europeo, no ha quedado más opción que posponer la segunda ronda negociadora del Brexit, que debía haberse celebrado el pasado 18 de marzo y en la que ambas partes tenían previsto comenzar a abordar los borradores de acuerdo previamente intercambiados.
Por el momento, se han anunciado las fechas de las próximas rondas hasta junio, que se celebrarán el 20 de abril, 11 de mayo y 1 de junio. Sin embargo, aún no hay fecha para la cumbre de junio en la que ambas partes deberán analizar el avance de las negociaciones y, en su caso, valorar una extensión del período transitorio.
En este contexto, y aunque oficialmente Reino Unido mantiene su intención de no solicitar una extensión del período transitorio, parece difícil que ambas partes puedan hacer avances importantes antes del 30 de junio, fecha límite para que Reino Unido pueda solicitarlo.
Recordemos que el gobierno británico introdujo en la Ley del Acuerdo de Salida una cláusula específica por la que se impedía la solicitud de una extensión de dicho período. Pero no debemos olvidar que el Partido Conservador cuenta con mayoría en el Parlamento Británico y podría modificar el contenido de dicha ley si así lo considerase.
Por ello, aunque la posibilidad de un “no acuerdo” el próximo 31 de diciembre no es descartable, resulta difícil pensar que el Gobierno británico pueda abocar a sus empresas y ciudadanos a una situación aún más complicada de la que se derive del COVID-19.
La propia Oficina de Responsabilidad Presupuestaria de Reino Unido, en su informe de marzo, ha cuantificado una pérdida potencial del PIB británico del 4% en los próximos 15 años en un escenario optimista de firma de un acuerdo de libre comercio con la Unión Europea, por lo que las consecuencias de un “no acuerdo”, en el que Reino Unido fuese considerado como un país más de la Organización Mundial de Comercio (con los consiguientes aranceles y demás trabas), serían mucho más negativas.
En definitiva, en este contexto tan complejo, si las negociaciones no avanzan lo suficiente hasta junio, el gobierno británico (o ambas partes de común acuerdo), deberán decidir si una situación tan excepcional como la que vivimos justifica una prórroga del periodo transitorio (o alguna otra solución), que permita a las empresas y ciudadanos de la Unión Europea afrontar sin nuevos costes el necesario aplazamiento de las negociaciones.
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