La crisis sanitaria del Covid-19 trae aparejadas graves consecuencias en el ámbito económico y social, que, por las circunstancias concurrentes en nuestro caso, serán probablemente más duraderas en España que en otros países de nuestro entorno, de modo que tardaremos algún tiempo en recuperar los niveles anteriores tanto en términos de PIB como de empleo.
Ante un contexto económico tan complejo, que ha impactado con tanta intensidad y rapidez sobre miles de empresas, profesionales autónomos y empleados, el Gobierno español ha adoptado un conjunto de medidas de respuesta en muy distintos ámbitos. Las de carácter financiero, que hoy nos ocupan, están siendo implementadas por los bancos y han supuesto para ellos y sus empleados un reto operativo y financiero.
Afortunadamente, esta situación llega en un momento en que, como consecuencia del efecto combinado de la mejora regulatoria que siguió a la crisis anterior, la vigilancia constante de los supervisores y la propia actuación y convicción de las entidades financieras, éstas se encuentran en una posición mucho más sólida que al inicio de la crisis anterior. Suele decirse por ello, con razón, que los bancos serán en esta crisis parte de la solución y no del problema.
En efecto, ya sea en términos de capital, liquidez, operativos y de capacidades tecnológicas (lo que les ha permitido pasar a desarrollar, casi de un día para otro, buena parte de su actividad a través de canales no presenciales) los bancos españoles han afrontado esta situación en una posición que, sin duda, les permitirá prestar el apoyo a empresas y familias que las autoridades les han confiado.
Las medidas de respuesta a la crisis de carácter financiero se han instrumentado, sobre todo, a través de los Reales Decretos-ley 8/2020, el 11/2020 y el 15/2020 y han consistido, básicamente, en las llamadas “moratorias hipotecarias”, luego ampliadas a moratorias para los créditos personales (consumo) y en la concesión de avales públicos a través del ICO para respaldar la concesión de financiación a empresas (incluidas pymes y autónomos).
Las moratorias legales, aunque ampliadas desde las iniciales moratorias hipotecarias para la adquisición de la vivienda habitual para comprender también hipotecas para la adquisición del local utilizado para el desarrollo de una actividad empresarial o profesional y para la adquisición de viviendas destinadas a su arrendamiento, así como, a las moratorias sobre créditos personales, tenían un ámbito subjetivo limitado por la exigencia de una serie de requisitos que conferían el estatuto de “especial vulnerabilidad” derivado de la pérdida del empleo o una relevante pérdida de ingresos que harían insoportable el esfuerzo de atender el pago de las cuotas de los préstamos hipotecarios o de otra índole.
También desde un punto de vista temporal, las moratorias legales nacían con una vocación limitada de vigencia: tres meses.
Sus efectos eran muy importantes: una intervención legal en el ámbito de la contratación privada para “suspender” la deuda derivada del préstamo, de modo que se suspendería la obligación de devolución del principal o de pago de interés, quedando sin efecto, temporalmente, las cláusulas de vencimiento anticipado.
El limitado alcance de las moratorias legales hizo que las entidades de crédito entendieran que habrían de complementarlas con otras, de mayor alcance y plazo que pudieran aliviar la situación de las personas que no pudieran acceder a aquéllas.
Además, la Autoridad Bancaria Europea, en la línea de flexibilización con la que los reguladores han pretendido facilitar a los bancos el cumplimiento de sus deberes “legales y sociales”, estableció un marco prudencial más flexible para el tratamiento de las operaciones afectadas por moratorias legales y también sectoriales, que permita maximizar el acceso al crédito. Esto motivó que las asociaciones bancarias españolas aprobasen esas moratorias “sectoriales” con las que se amplían efectivamente las moratorias legales hipotecarias y no hipotecarias hasta, respectivamente, un plazo máximo de doce y de seis meses.
El efecto combinado de todas estas medidas debería permitir que, a pesar de las grandes dificultades presentes, muchos miles de familias puedan evitar el riesgo derivado de la imposibilidad de atender a sus obligaciones de pago de los créditos que tuvieran concedidos.
Por último, también se ha establecido una línea de financiación a empresas y autónomos, respaldada por la garantía pública del ICO, de modo que los bancos ven reforzada su disposición a prestar con la asunción pública de riesgos en porcentaje creciente para empresas, pymes y autónomos en un importe inicialmente situado en cien mil millones de euros, de los que se han abierto ya tres líneas que suman más de dos tercios de ese importe total. Hacer llegar esa financiación imprescindible al tejido empresarial español ha sido un reto operativo para las entidades de crédito y el ICO.
Sobre ésta última medida debe insistirse, una y otra vez, en que no se trata, en realidad, de ayudas públicas a fondo perdido, sino de créditos que deberán ser devueltos cuando la situación mejore y que, en consecuencia, como trámite previo e imprescindible a su concesión, debe realizarse un análisis de riesgos para garantizar su gestión prudente. Ni el Estado español ni el sector financiero pueden permitirse el impacto agregado de una morosidad masiva en estas operaciones. Sería un grave error empeorar una situación económica de por sí difícil agravando el impacto de estas medidas sobre las cuentas públicas o la estabilidad financiera.
Tribuna originalmente publicada en Expansión el 27 de mayo de 2020.
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