Pensaba el neurólogo francés del siglo XIX Guillaume Benjamin Amand Duchenne que las expresiones faciales reflejaban el alma de las personas. Siempre que se leyesen correctamente, permitían conocer nuestro estado mental. Esta ciencia, distinguía entre una sonrisa falsa (retraer los labios y levantar las comisuras) y la verdadera (añadiendo la contracción de los músculos orbiculares de los ojos). Entendía que no siempre los mensajes y estados de ánimo comunicados formalmente se corresponden con la realidad, siendo preciso indagar más allá de lo evidente para conocerla. Si Duchenne leyese las informaciones que actualmente publican muchas entidades, posiblemente llegaría a la misma conclusión.
Observamos un interés creciente de los reguladores en la información no financiera, especialmente en lo relativo al Compliance. El Código de buen gobierno de las sociedades cotizadas que recientemente revisó la Comisión Nacional del Mercado de Valores hace hincapié en ello: su recomendación 22, por ejemplo, sugiere obligar a los consejeros a informar e incluso dimitir cuando concurran situaciones personales susceptibles de desprestigiar a su organización. Entramos en un entorno donde se entrelaza la ética coporativa con la moralidad individual. ¿Es equivocado progresar en esta senda o es un error no haberlo hecho antes?
El filósofo Tomas H. Huxley dijo en 1894 que “la ética humana constituye una victoria sobre un proceso evolutivo ingobernable y terriblemente desagradable”. En su opinión, lo que nos distingue de los animales es, precisamente, nuestra dimensión moral. Mucho más tarde, el teórico político John Rawls decía en 1971 que “una persona buena… es la que tiene en un grado superior al promedio los rasgos morales que las personas desean las unas en las otras”. Por lo tanto, cuando valoramos la moralidad de los máximos directivos en las organizaciones es legítimo elevar nuestras expectativas respecto de la media. Por traslación de su conducta a las decisiones corporativas, lo mismo cabría esperar de las organizaciones donde se desenvuelven.
En cualquier caso, los patrones de moralidad individual son mucho más difusos que la ética corporativa, donde es más asequible hallar guías de conducta generalmente aceptadas: podemos determinar lo que está bien y mal para una organización, pero no es tan fácil replicarlo en la vida privada, especialmente cuando nuestra moral evoluciona sin que lo percibamos. El psicólogo Daniel Kahnemman observó la incapacidad de las personas para reconstruir nuestras propias creencias morales pretéritas. Necesitamos un relato que nos permita convivir con nuestro pasado y, para ello, la psique reinterpreta o ciega a conveniencia nuestra propia evolución moral. Por eso, rara vez alguien reconoce tener o haber tenido una moralidad abyecta, como ilustran tantísimos protagonistas de la Historia. Y esta incapacidad congénita de reconocer abiertamente las malas praxis igualmente concurre en algunas organizaciones, hasta que se ven abocadas a reconocerlo, ya inmersas en grandes escándalos.
Las investigaciones de Joshua Greene, profesor de neurociencia, filosofía y psicología experimental en Harvard, permitieron descubrir que nuestros juicios morales se gestan en dos regiones cerebrales distintas: una es rápida, intuitiva y muy condicionada por las emociones; la otra es más lenta, racional y sujeta a procesos de reflexión. Esta dualidad permite llegar a conclusiones de moralidad “fría” que consideraríamos “inmorales” en “caliente”. No solo aplicamos esta dualidad para autoengañarnos cuando nos conviene, sino que también la trasladamos a nuestras organizaciones. Los dilemas éticos, consistentes en priorizar valores, son muy propensos a rebuscar justificaciones que no asimilan ciertas áreas cerebrales. La problemática asociada con dilemas éticos de las organizaciones es la materia que trato en el video número 9 de la Serie dedicada a cuestiones habituales de Compliance.
Tal vez las diferencias entre lo que decimos y lo que hacemos, tanto como individuos como organizaciones, no sean realmente falsedades, sino justificaciones que terminamos creyendo y cuya falta de correspondencia con la realidad no descubriría el propio Duchenne, por mucho que observase.
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