La COVID-19 ha sido un factor de disrupción para toda la economía, si bien para el sector financiero ha sido un acelerador de tendencias anteriores a su aparición.
Aunque los bancos estaban en una posición sólida de solvencia y liquidez, ya antes de la pandemia mostraban una baja rentabilidad causada por diversos factores como la política prolongada de bajos tipos de interés y el exceso de capacidad instalada.
Esta perspectiva de una baja rentabilidad prolongada, ahora confirmada, unida a la limitación en la distribución de dividendos, ha afectado a la cotización bursátil de los bancos europeos, que se sitúa actualmente en niveles aún más bajos que al comienzo de la pandemia.
Los bancos, en todo caso, se encontraban en una situación mucho mejor que la que tuvieron en la crisis anterior.
Esa sólida posición se vio reforzada por la rápida reacción del BCE y los reguladores que no aguardaron al deterioro de la situación para adoptar medidas contundentes de respuesta.
Además, las entidades habían avanzado lo suficiente en su transformación digital para pasar a canales no presenciales de relación con sus clientes prácticamente en 24 horas, al margen de mantener activas miles de sucursales.
No cabe duda de que las medidas adoptadas por el Gobierno e implementadas por el sector financiero han sido eficaces para atemperar los efectos de la crisis sanitaria. Miles de negocios y de familias han tenido una oportunidad de seguir adelante, gracias a los créditos ICO o las moratorias concedidas.
No obstante, los efectos económicos de la pandemia van a ser muy importantes y ya sabemos que nuestro PIB caerá en este año de forma relevante.
Los fondos europeos del programa Europe Next Generation nos van a ayudar a sobrellevar esta situación, pero, para ello, será fundamental utilizarlos con la máxima eficacia, para lo que el sector financiero podría realizar una contribución relevante.
Aunque los niveles de capital y provisiones de las entidades les permitirán sobrellevar esta difícil situación, niveles de rentabilidad como los que se están alcanzando son insostenibles a medio plazo, por lo tendrán que tomar medidas lo antes posible. Ante los problemas para aumentar los ingresos, irán encaminadas hacia la mayor eficiencia y la reducción de costes.
Los bancos tendrán que evaluar, con realismo, si podrán realizar esa tarea por sí mismos o si necesitarán integraciones.
El tamaño no es, en sí mismo, determinante de la decisión. Hay bancos de pequeño tamaño que tienen una fortaleza financiera que les permitirá elegir.
El proceso de integración bancaria en Europa ha comenzado ya, pero, a corto plazo, no va a ser un proceso de consolidación europeo, puesto que éste dependerá de que las autoridades remuevan los obstáculos que hoy las dificultan.
Poco a poco, a medida que se agoten las moratorias, los ERTES y otras ayudas, la morosidad se irá incrementando y las cuentas de resultados seguirán sufriendo. Es conveniente que las soluciones se anticipen a las posibles dificultades, insistiendo en que hablamos de mejorar la rentabilidad a medio plazo, no de resolver problemas de solvencia a corto plazo.
Participen o no en procesos de integración, los bancos deberán continuar invirtiendo en tecnología, recalibrar el balance entre canales presenciales y no presenciales y cambiar radicalmente su modelo de negocio que habrá de ser más digital.
Los reguladores y los supervisores tendrán que ayudar de distintos modos, acertando en la combinación precisa de rigor y flexibilidad. Sería bueno no apresurarse a retirar las medidas que han flexibilizado los requerimientos regulatorios, puesto que la situación va a tardar en mejorar, y contribuir a impulsar la transformación digital que tienen que realizar los bancos para ganar eficiencia.
La regulación no puede ser un obstáculo para la innovación y el cambio de procesos y sistemas. Porque si no es así, sencillamente los bancos no podrán competir en el nuevo ecosistema de prestadores de servicios financieros, altamente eficientes, avanzados tecnológicamente y sometidos a una regulación menos exigente.
También se tiene que mejorar su situación en los mercados, porque los bancos van a necesitar apelar a ellos. Para ello, resultara imprescindible evolucionar desde la limitación actual de distribución de dividendos, siendo conscientes de que del mismo modo que fue relativamente sencillo establecer esa recomendación general, no va a ser fácil salir de ella, sobre todo si se toman decisiones individuales en función de la situación de cada entidad.
Buena parte de lo dicho aplica también a otros sectores como el sector asegurador y el de la gestión de activos. Los efectos del prolongado panorama de bajos tipos de interés, la necesidad de avanzar en la transformación digital, los retos de la ciberseguridad y la consolidación son, aunque con matices respecto al negocio bancario, parte de su agenda.
Pero, sin duda, lo que constituye un elemento transversal para toda la industria financiera, bancaria, aseguradora y de gestión de activos, es el reto de la sostenibilidad, el cumplimiento de los criterios ESG.
La regulación, los supervisores, las propias entidades y los inversores, lo han entendido así y estamos ya en la fase de la concreción. Se trata de que los criterios ESG lleguen a las políticas de las entidades y específicamente a sus departamentos financieros y de riesgos, y de que impregne por completo su acción y su cultura corporativa. También en este ámbito, la pandemia ha sido un enorme acelerador.
En definitiva, hablamos de un sector financiero solvente, rentable, sostenible y digital. Nada más…y nada menos.
Este artículo apareció originalmente publicado en Expansión el 21 de octubre de 2020
Deja un comentario