El 12 de septiembre de 2008, el Secretario del Tesoro del Gobierno de los Estados Unido, Hank Paulson, comunicó a un selecto grupo de banqueros la decisión del gobierno americano de no ayudar al rescate del banco de inversión Lehman Brothers y, por tanto, dejarlo quebrar si no se lograba una solución que viniera exclusivamente del sector privado. La decisión contrastaba con la actuación que la Administración Bush había adoptado en los meses anteriores respecto de otros bancos que se habían visto en la situación en la que entonces estaba Lehman Brothers (Freddy Mac, Fanny Mae y, muy especialmente, por sus parecidos con el negocio de Lehman Brothers, Bear Stearns) donde dicha Administración había empleado todos los recursos necesarios para evitar la quiebra de las tres entidades.
Aparte de diferencias técnicas entre la situación de Bear Stearns y la de Lehman Brothers, me parece que la principal razón para la diferencia de trato entre la actitud del Gobierno de los Estados Unidos con Bear Stearns y Lehman Brothers fue una razón política: simplemente el gobierno norteamericano había decidido que era el momento de que aquellas entidades que no pudieran sobrevivir a la crisis de deuda hipotecaria que azotaba aquel país en 2008 sin apoyo público, simplemente cayeran.
Sirva la historia anterior, que es bien conocida, para ilustrar uno de los dilemas a los que tradicionalmente se enfrentan los gobiernos cuando sobreviene una crisis económica: apoyar a las empresas en problemas o dejar que sea el mercado el que seleccione quién debe sobrevivir y quién no. Y en caso de que la decisión sea apoyarlas, si ese apoyo debe ser a todas o solo a algunas (y cómo hacer la selección), durante cuánto tiempo y con qué intensidad.
Creo que solo alguien con una fe ilimitada en la capacidad del mercado para regular todas las situaciones de forma óptima sostendrá que no hay que apoyar a nadie en ningún caso; pero creo también que un apoyo ilimitado e incondicional puede hacer que las ineficiencias de las decisiones privadas se terminen solventando con dinero público, con la probabilidad de que, desaparecido el riesgo moral, se creen las condiciones para que las empresas asuman riesgos sin control con el objeto de maximizar los beneficios a corto plazo, sabiendo que las posibles pérdidas a largo se sufragarán con los impuestos de todos. Las consecuencias de la decisión, probablemente errónea, acerca de Lehman Brothers son conocidas, pero no hay duda de que el riesgo moral debe permanecer, al objeto de que los empresarios valoren el coste de sus potenciales errores a la hora de tomar decisiones.
Aunque es cierto que todo lo antes comentado aplica principalmente a los problemas financieros de los bancos (como correa de transmisión del dinero), también aplica al sector privado no financiero. Y es en esta situación donde nos encontramos ahora. Así, durante el mes de marzo de este año el Estado español (al igual que muchos otros a lo largo del mundo) decidió prestar un apoyo temporal a las empresas no financieras mediante diversos instrumentos, siendo el más relevante los avales prestados por el Instituto Oficial de Crédito (ICO).
Este apoyo a través de avales ICO se sustentaba sobre tres pilares:
Sin embargo, el propósito de estos tres pilares, que era asegurarse que este mecanismo se empleaba únicamente por aquellas empresas con potencial de ser viables una vez superada la crisis sanitaria, ha sido sin embargo matizado y difuminado con tres decisiones de estos últimos días: el Real Decreto Ley 34/2020 de 17 de noviembre y las resoluciones 14694 y 14695 de la Secretaría de Estado de Economía y Apoyo a la Empresa, ambas de 25 de noviembre de 2020. De forma sucinta dichas normas permiten, por un lado, ampliar el periodo de vigencia de la financiación garantizada bajo los avales (de cinco años a ocho años), incrementar el periodo de carencia de los préstamos garantizados (un máximo de doce meses hasta un periodo total de veinticuatro meses), así como habilitar un nuevo tramo de hasta 2.500 millones de euros para permitir el acceso a la financiación de empresas que se encuentran en la fase de ejecución de convenio concursal (es decir, empresas que, habiendo sido sometidas a un procedimiento concursal, se encuentran en la fase de cumplir con los acuerdos alcanzados con sus acreedores para su supervivencia).
Así pues, como se ve, los tres pilares defensivos antes mencionados se han visto matizados por las normas recién aprobadas. Por un lado, se ha producido una ampliación del periodo de vigencia de la financiación, así como del periodo de carencia. Además, la ampliación del periodo de vigencia o carencia no dependerá del análisis de la entidad financiera concedente, sino que dicha ampliación se deberá conceder por dicha entidad siempre y cuando la empresa financiada lo solicite y cumpla los requisitos de la norma (por lo que ya no habrá un análisis del riesgo de la ampliación, pese a que el incremento de plazo implica necesariamente un incremento de riesgo). Por último, se habilita un nuevo tramo para empresas que anteriormente estaban fuera del ámbito de financiación con soporte público, dado que se consideraba que existían dudas sobre su viabilidad futura.
¿Son estas normas una apertura excesiva de la disponibilidad de fondos públicos para empresas en problemas? Es difícil pronunciarse.
Por un lado, es cuestionable permitir que esta ampliación (tanto de la vigencia como del periodo de carencia) no pueda ser objeto de análisis por la entidad financiera concedente (que, recordemos, retiene un porcentaje relevante del riesgo de la operación financiada, de entre un 20% y un 40% de esta, según sus características), que además no puede repercutir siquiera el coste que experimenta por financiar a más largo plazo. Además, parece arriesgado el empleo de fondos públicos para el sostenimiento de empresas que ya habían atravesado dificultades en el pasado, permitiendo que financiadores de estas empresas traspasen (mediante la concesión de nuevos préstamos que quizás sirvan para atender obligaciones de pago precisamente con las mismas entidades concedentes) buena parte del riesgo de la financiación de estas empresas al sector público.
Por otro lado, es cierto que la ampliación de los periodos de vigencia y carencia, aunque no permiten el análisis por parte de la entidad concedente, solo se realiza sobre operaciones ya concedidas, es decir, dicho análisis de riesgo se realizó inicialmente y la ampliación de los periodos solo es, se podría argumentar, consecuencia de una mayor duración del periodo de turbulencias económicas ocasionado por la crisis sanitaria.
Sin embargo, creo que ese argumento puede no ser del todo convincente (el mejor preparado para analizar si el riesgo sigue siendo el mismo tras la ampliación sigue siendo, en mi opinión, el concedente) ni justifica impedir a la entidad traspasar a la empresa financiada el mayor coste. Además, la posibilidad de conceder financiación con soporte público a empresas inmersas en un procedimiento concursal se encuentra limitada por la necesidad de que las operaciones de financiación garantizadas sean, por un lado, nuevas (posteriores al 25 de noviembre), por otro lado, que el importe garantizado esté limitado por la reducción de ingresos experimentada durante la pandemia y, por último, que sean empresas que estuvieran cumpliendo el convenio a 31 de diciembre de 2019, o en la fecha de solicitud de la financiación si entraron en la fase de cumplimiento de convenio durante 2020 (claramente, estas dos últimas medidas están destinadas a que no se beneficien del soporte aquellas empresas que ya antes de la crisis sanitaria eran inviables).
Como se ve, se han relajado las condiciones para el soporte público a operaciones de financiación al sector privado, pero sería injusto señalar que se ha suprimido todo condicionante en una especie de “barra libre” de fondos públicos. ¿Es una relajación excesiva? Como decíamos, es difícil posicionarse. En mi opinión, el soporte público en una situación como la que actualmente afrontamos era imprescindible (y es evidencia suficiente que medio millón de empresas, como señalé antes, han recurrido a dicho apoyo). Pero es igualmente cierto que se debe asegurar que esos fondos se empleen de forma eficiente, apoyando únicamente aquellas empresas que, razonablemente, vayan a ser viables una vez pasados los actuales problemas. Y no existe una línea nítida para poder distinguir siempre lo que es razonable apoyar de lo que no.
Por ello, aunque no se pueda, en mi opinión, considerar necesariamente que las normas recientemente aprobadas se apartan de esa búsqueda de equilibrio entre lo necesario y lo eficiente, sí que creo que debe extremarse el cuidado en relajar más las condiciones para el apoyo con fondos públicos a empresas privadas (sea por la vía de avales, o por la vía de apoyos directos como es el caso del fondo de solvencia), no sea que nos obligue a afrontar, en un periodo corto de tiempo, un problema mayor que aquel que se pretende evitar.
No olvidemos lo mencionado anteriormente: actualmente existe más de medio millón de empresas financiadas con avales del ICO (lo que indudablemente ha servido para mantener en gran medida el tejido económico del país); sin embargo, no perdamos de vista que el importe financiado así apoyado es superior a 100.000 millones de euros (a quince de octubre, casi ciento cuatro mil millones, con un importe avalado de ochenta mil millones de euros, algo cercano al 8% del PIB). Un incumplimiento generalizado de dichas financiaciones no solo produciría un problema muy considerable a la situación financiera del sector público, sino también a nuestras entidades financieras. Y, por desgracia, ya hemos aprendido recientemente las consecuencias que un problema en nuestro sector financiero privado, combinado con una situación delicada de las cuentas públicas, puede tener en la situación económica del país.
Deja un comentario