El pasado 24 de diciembre entró en vigor una nueva Directiva del Parlamento Europeo, conocida como ‘Collective Redress, relativa a las acciones de representación para la protección de los intereses colectivos de los consumidores en la Unión Europea. Esta Directiva modifica el terreno de juego de las reclamaciones colectivas de daños y supone un cambio en la responsabilidad de las empresas frente a los consumidores, al exigir que los Estados miembro se doten en el plazo de dos años de un mecanismo efectivo para que los consumidores, a través de ciertas entidades, puedan presentar acciones de reclamación de modo colectivo. Esta nota describe brevemente las novedades más importantes que introduce la Directiva y apunta los retos a los que se enfrenta su aplicación.
Muy brevemente, las reclamaciones colectivas son aquellas en las que se pide el resarcimiento por el daño sufrido por un grupo de individuos (en este caso, consumidores), pudiendo también buscar la cesación de una conducta por parte de una empresa. La Directiva establece que dichas reclamaciones deben ser presentadas por “Entidades Habilitadas” para ello, indicando, en el caso de reclamaciones transfronterizas, que deberán cumplir una serie de requisitos relacionados con la garantía de independencia, transparencia e interés legítimo en la defensa del consumidor, además del requisito de carecer de ánimo de lucro en la acción de representación.
Estipula, igualmente, que dicho papel puede ser ejercido por organismos públicos, aunque no lo restringe de modo exclusivo a este tipo de instituciones. En el caso de las reclamaciones nacionales cada Estado miembro es el encargado de definir los criterios de elegibilidad de quiénes podrían cumplir con este papel, a cuyo efecto entendemos que lo esperable sea que se repliquen varios de los requisitos previstso para el caso de acciones transfronterizas, que acabamos de anotar.
En una clara y decidida apuesta por los derechos del consumidor, la Directiva proporciona una amplia lista de conductas o motivos sobre los que cabría instar reclamaciones colectivas. En sentido general, se trataría de determinados elementos relativos a una transacción comercial entre consumidores y empresas, que se refieran, entre otros aspectos, a los términos de una venta, las condiciones generales de contratación, la calidad de los servicios provistos y características de productos adquiridos o, incluso, la protección de datos personales de clientes, siempre que éstos deriven en un potencial perjuicio para el consumidor.
Así pues, el alcance de la Directiva es ambicioso, al amparar asuntos relativos al incumplimiento de gran parte de la normativa europea con incidencia sobre los consumidores. En consecuencia, esto aumenta el potencial de que comencemos a ver una dilatada actividad de reclamaciones en múltiples mercados. Por citar algunos ejemplos, éstas podrían recaer sobre empresas de mercados tan variopintos como los de energía, el financiero/bancario, o los de telecomunicaciones, transporte, alimentación, farmacéutico y sanitario.
La Directiva introduce ciertos mecanismos para evitar los costes de una excesiva litigiosidad y señala la importancia de garantizar el equilibrio necesario entre, por una parte, la mejora al acceso a la justicia para los consumidores y, por la otra, el establecimiento de salvaguardas adecuadas para las empresas que puedan ser objeto de una reclamación. En este sentido, la Directiva prevé ciertos mecanismos, como la condena completa al pago de los costes de la parte contraria en el pleito o la posibilidad de que los juzgados inadmitan acciones consideradas desde un inicio infundadas.
En esta misma línea, la Directiva prevé que los juzgados o las autoridades administrativas puedan instar a las partes a resolver el procedimiento mediante un acuerdo transaccional, vinculante para las partes interesadas, que les permita alcanzar una solución más eficaz.
La respuesta no es unívoca: cada Estado miembro tiene la libertad de definir si establece un modelo opt-in – donde los consumidores afectados deberán expresar de modo explícito su interés y conformidad para ser representados-, o un modelo opt-out -donde todos los teóricos afectados están de facto representados, excepto que expliciten su deseo de desmarcarse de la reclamación-. La Directiva contempla también la posibilidad de diseñar modelos mixtos, en los que se combinan ambos esquemas.
Diseñar y poner en funcionamiento un mecanismo de representación colectiva que funcione de modo adecuado no es tarea sencilla. Su correcto funcionamiento podría evaluarse a tenor de dos atributos, no solo deseables, sino teóricamente también perseguidos por la Directiva: efectividad y eficiencia. El mecanismo sería efectivo si logra su objetivo principal (i.e. que existiendo un caso fundado, no haya barreras elevadas a instar la reclamación y al resarcimiento proporcionado y justo del daño); y, sería eficiente, si logra su objetivo con el gasto mínimo de recursos necesarios.
En conjunto, esto resulta en una minimización del coste global de la reclamación (lo que incluye tanto el coste de financiar el procedimiento -para ambas partes y para los tribunales- y los costes derivados de la existencia de errores en las decisiones finales por parte de los tribunales competentes). En este sentido, uno de los principales objetivos es evitar una litigiosidad no fundada. Desde una perspectiva económica, son dos los principales retos que vemos en el camino.
Primero, se debe tener sumo cuidado en definir los incentivos adecuados para el funcionamiento de las organizaciones dispuestas a ejercer el papel de Entidad Habilitada. Materializar una reclamación efectiva requeriría, entre muchos otros aspectos: plantear una teoría del daño sólida, conseguir y estructurar la evidencia y elementos de prueba necesarios para justificar la existencia del daño, definir de modo riguroso y creíble el conjunto de consumidores afectados, recopilando información de los representados y, por supuesto, llevar a cabo todas las tareas de representación legal necesarias. En suma, una labor que requiere contar con unos recursos significativos, ya no solo en términos del personal capacitado para ello, sino en términos económicos.
Todo ello sin mencionar el modelo “looser pays it all” establecido por la Directiva, según el cual la parte perdedora debería de costear todos los gastos incurridos por la parte contraria en el procedimiento, incrementando el coste potencial de embarcarse en el proyecto, pero también el resarcimiento pleno de la parte vencedora.
A su vez, debe evitarse que las Entidades habilitadas pudieran tener incentivos distintos o incompatibles con los de sus representados. Por ejemplo, el fin último de la Entidad en el pleito debe ser perseguir el resarcimiento del daño causado al consumidor y no otro, como debilitar a una empresa o sector industrial, en particular, o el simple ejercicio de acciones como un objetivo en si mismo.
En consecuencia, para conseguir un sistema efectivo, se debe razonar de modo profundo qué tipo de entidades estarán dispuestas a cumplir y desempeñar satisfactoriamente el papel de Entidad Habilitada y qué requisitos deben establecerse.
El segundo reto es el de minimizar el coste global de los errores en el resultado del litigio. Este es, si cabe, el más importante, porque incide tanto en la efectividad como en la eficiencia del sistema, ya que permitiría la consecución adecuada del resarcimiento del daño, reduciendo posibles distorsiones de la herramienta de reclamación, al evitar situaciones de infra o sobrecompensación y costes desproporcionados en el desarrollo de la acción.
En este sentido, la correcta definición de la cuantía final a indemnizar surge como un elemento esencial a tal fin. Esto implica dotar al sistema decisional de los recursos y capacidades necesarios para ello. La experiencia reciente con los pleitos masivos de reclamaciones de daños derivadas de ilícitos de competencia -que han registrado un notorio incremento de actividad tras la trasposición de la Directiva en la materia-, muestra que el ejercicio de cuantificación del daño y su interpretación por parte de los jueces es un ámbito que todavía necesita madurar.
Y es que la labor de cuantificación del daño no es tarea evidente ni debería ser abordada mediante atajos. Requiere de un ejercicio de análisis económico detallado, riguroso y relevante a efectos del daño que se pretende medir, que debe llevarse a cabo sobre la base de datos sólidos y representativos del mercado afectado por la conducta. Ejemplo de ello es que, en el caso de las acciones de reclamación por infracciones anticompetitivas, la propia Comisión Europea publicó una Guía de Cuantificación de daños a fin de propiciar una orientación a los órganos judiciales en su imprescindible labor de interpretar los distintos ejercicios de cuantificación.
En el caso de que la Directiva de Collective Redress reciba la misma acogida que su predecesora relativa a infracciones por competencia, los daños a cuantificar pueden derivarse de conductas y mercados muy variados, lo que hará necesario un mayor grado de experiencia y especialización en materia de cuantificación, en quienes recae definir la cifra final.
Por ello, resulta esencial que el mecanismo que se implemente en nuestro país no pierda de vista este aspecto y ponga a disposición de los juzgados todos los recursos necesarios para gestionar de manera efectiva este tipo de asuntos, atendiendo a su complejidad y al tiempo necesario para su resolución. Un ejemplo a seguir en este sentido sería las experiencias de otras jurisdicciones con más práctica en este tipo de casos, como Reino Unido o EEUU. En dichos casos, se presta mucha atención y recursos al examen durante varios días de vista incluso de los requisitos mínimos para calificar una acción como fundada y también para analizar en detalle la cuantificación económica,, fomentando así la minimización del coste del potencial error en el resultado final del pleito.
En definitiva, si bien la llegada de la nueva Directiva facilitará el acceso a la justicia de un número más amplio de consumidores, su implementación deberá ir acompañada de un análisis detallado de las implicaciones para las partes en términos de eficacia y eficiencia, debiendo garantizar la seguridad jurídica tanto de los consumidores como de las empresas y fomentando el establecimiento de los mecanismos que permitan la correcta valoración de la prueba económica por parte de los distintos juzgados.
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