El neurocientífico Joseph E. LeDoux sostiene que las amenazas activan nuestro circuito de supervivencia y condicionan automáticamente nuestra conducta. Les prestamos mucha atención porque nos ayudan a prevenir percances, explicando la propensión a escuchar noticias truculentas que nos anticipan riesgos. Es un fenómeno que los psicólogos Paul Rozin y Edward Royzman etiquetaron como “síndrome de la negatividad”. Recurrir a él podría paliar una de nuestras difunciones memorísticas más frecuentes, advertida hace años por el profesor en psicología Daniel Schacter: la fugacidad de los recuerdos, que evita sobrecargar al cerebro con información superflua, ayudándole así a asentar lo importante. Visto su potencial para captar la atención y consolidar recuerdos, ¿es positivo recurrir al miedo cuando se exponen las consecuencias de los incumplimientos de compliance?
Infundir terror a través del lenguaje no es ninguna novedad. El jurista e historiador español Francisco Tomás y Valiente, rescató un documento legal del siglo XVI que avalaba la licitud de esta práctica en el ámbito judicial, cuando del “terror resultase al reo espanto incluso si perecía del susto, no debiendo el Juez ser molestado por ello pues no hace cosa prohibida”. En aquella época, se toleraba que la autoridad judicial “se muestre terrible y pueda hacer experiencias y simulaciones para averiguar la verdad”.
Los efectos que produce el terror verbal se comprenden mejor gracias a recientes estudios sobre el cerebro humano. La psicóloga Lisa Feldman Barret, recuerda que el lenguaje está tan íntimamente relacionado con nuestra conciencia, que cuando pensamos en una palabra se activan las mismas zonas cerebrales que operan ante la realidad que describe. A partir de ahí, cuando nos hablan de sufrir daños o consecuencias adversas equivale, salvando las distancias, a que las estuviésemos padeciendo. Por eso, las discusiones con violencia verbal en forma de amenazas son auténticos actos de agresión, no física sino cerebral. Tanto es así, que determinados mensajes o cómo se transmiten llegan a somatizarse, estimulando la producción de hormonas asociadas con el estrés. Como resultado, Feldman Barret concluye que los destinatarios de amenazas tienen mayor probabilidad de caer enfermos, y sentencia que “el poder de la palabra no es una metáfora”. Cabe preguntarse hasta qué punto es lícito sacar partido de este potencial o si, por el contrario, no procede alertar de riesgos por los efectos que provocarán en las personas, al margen de cualquier mala intención.
Muchos textos legales sobre compliance subrayan la importancia de establecer un régimen disciplinario e informar de las consecuencias personales que pueden acarrear los incumplimientos de compliance. Siendo una palanca típica de disuasión, cabe preguntarse si abusar de ella nos traslada a épocas remotas y qué efectos reales induce a sus destinatarios.
En la actualidad, no cabe duda de que comprender las amenazas forma parte de un aprendizaje responsable: por ejemplo, conocer los riesgos de conducir un vehículo. Pero no forma parte de ello inducir miedo a la actividad: provocar aprensión a circular. Lo primero permite actuar minimizando el nivel de exposición al riesgo, mientras que lo segundo provoca hypegiafobia, esto es, el miedo a tomar decisiones. Es un síndrome que concurre en personas competentes, pero que a base de recibir muchas instrucciones e infundirles miedo, optan por obviar cualquier responsabilidad. ¿Conocemos organizaciones donde nadie quiere “mojarse”? ¿Contribuye a esto el compliance?
Aunque es común que los textos sobre compliance remarquen la importancia de la existencia y aplicación de un régimen disciplinario, abusar de él para amedrentar no contribuye a consolidar una cultura corporativa saludable. Observar una conducta ética y respetuosa con las normas por convicción produce un beneficio mayor desde una perspectiva tanto social como utilitarista.
El padre de la sociobiología Edward Osborne Wilson señaló en 1975 que desarrollar conductas que benefician al grupo es una forma de garantizar la supervivencia individual protegiendo al conjunto. Por lo tanto, evitar sanciones y daños reputacionales a nuestro colectivo no sólo fortalece a la organización, sino que garantiza la estabilidad de todas sus personas. Claro está que este enfoque social trae sin cuidado a quienes no se sienten comprometidos con la organización y sólo buscan su beneficio individual. Sin embargo, este utilitarismo de luces cortas desencadena fracasos profesionales estrepitosos, como los estudiados por el profesor de Harvard Eugene Soltes, recordándonos que más de un par de docenas de alumnos de dicha institución se vieron involucrados en delitos económicos, que les afectaron personalmente. Considera más efectivo difundir el beneficio de cumplir con normas y valores, en lugar de limitarse a las estrategias de disuasión.
Difícilmente se construirá una cultura organizativa saludable sobre la base del terror. Ahora bien, como señala Feldman Barret, “a veces es necesario decir cosas que a otras personas les resultarán ofensivas o simplemente no les gustan”. La forma de transmitir un mensaje reviste una importancia capital, buscando el equilibro entre evitar omitir información relevante, pero sin caer en la amenaza. Es una tarea importante a desarrollar también en relación con los “gatekeepers”, esto es, las personas que ocupan una posición relevante en procesos de control relacionados con el compliance. Es la materia que trato en el video número 5 de la Serie sobre reflexiones de Compliance, donde subrayo la responsabilidad derivada de mantener perfiles inadecuados o no formados en dichas posiciones.
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