Los dos últimos años han golpeado duramente al sector industrial, un sector clave en el tejido empresarial de cualquier economía. El desplome de la producción, el cierre de fábricas o la rotura de las cadenas de suministro sufridas durante la pandemia parecían remitir al reactivarse la actividad económica mundial. Sin embargo, la industria española no había acabado de remontar cuando sobrevino el conflicto en Ucrania, con el consiguiente encarecimiento de las materias primas, de costes logísticos y una escalada sin precedentes en los precios de la energía.
“El aumento de los precios energéticos a nivel global supone un reto importante sobre las cuentas de resultados de las empresas industriales, ya afectadas por el aumento de los precios de las materias primas, que puede causar daños irreparables en el sector industrial”, subraya Begoña Cristeto, socia responsable de Automoción, Industria y Química de KPMG en España.
El sector industrial es un eslabón fundamental para la economía española. Tiene un peso del 13% en el PIB, contabilizando únicamente el sector manufacturero. Si se incluye el energético, alcanzaría el 15%. Además, representa el 12% del empleo y el 85% de las exportaciones (que son fundamentalmente bienes intermedios) y es responsable del 50% de la inversión empresarial total en I+D+i.
Al actual contexto, cuanto menos complejo, se suman algunas debilidades estructurales que lastran la mejora de competitividad en el sector. Entre ellas, el hecho de que la industria en nuestro país tiene un peso muy reducido sobre el total del sistema productivo. Mientras que en países como Alemania o Suecia la industria supone el 22% o el 19% respectivamente, en España sigue por debajo de la media europea, situada en el 18%. Igualmente, destacar el tamaño de las empresas del sector, formado en su mayoría por pequeñas o medianas empresas, y en el que solo un 0,1% lo conforman las grandes empresas. “Nuestro objetivo debe ser la mejora de la competitividad de nuestra industria, incrementando la productividad. Pero no debemos hacerlo como hasta ahora, reduciendo exclusivamente los costes de producción, sino incrementando la inversión en activos intangibles, como la innovación y las nuevas tecnologías y estando más presentes en los mercados internacionales, donde somos especialmente vulnerables por nuestra dependencia de las cadenas de valor globales”, afirma Begoña Cristeto.
Es por ello que el sector se encuentra inmerso en un proceso de reestructuración para ganar competitividad y resiliencia en el que está optando, o bien por desinvertir en actividades que no forman parte de su core business, o por acometer inversiones que les permitan un mayor control de su cadena de valor y mejorar así su ventaja competitiva.
En paralelo, se está prestando especial atención a las cadenas de suministro, cuestionándose la eficiencia con la que han venido trabajando en muchos sectores como el de automoción. En los últimos tiempos, estas cadenas han mostrado dos debilidades fundamentales: por un lado, han resultado no ser tan eficientes como se pensaba, especialmente ante acontecimientos puntuales tan disruptivos como los vividos, pero también han mostrado menor flexibilidad de la deseada. Begoña Cristeto tiene claro que se debe virar del modelo ‘just in time’ al ‘just in case’ que, pese a ser menos eficientes, permitiría disponer de cadenas de suministro más flexibles y resilientes ante posibles disrupciones.
Pero si hay un reto con mayúsculas al que están teniendo que hacer frente las empresas del sector es el encarecimiento de los costes energéticos, que se une a las dificultades ya mencionadas. Con algunas excepciones, la mayoría de las empresas industriales compran, principalmente, energía en el pool, por lo que están sometidas a la volatilidad de precios que se viene produciendo en los últimos meses. Y, además, los costes energéticos representan una parte muy importante de los costes totales: entre el 60% y el 70%, por lo que, para muchas de ellas, la situación llega incluso a qué se planteen si es más rentable cerrar la planta que seguir produciendo.
Pero ¿era previsible esta situación? Carlos Solé, socio responsable de Energía y Recursos Naturales de KPMG en España, explica que durante los meses de la pandemia los precios de la energía rondaban los 30 o 40 euros por megavatio hora, lo que se entendió como consecuencia de la gran penetración de las energías renovables (las cuotas de penetración ya estaban en torno al 40%, avanzando hacia el 70% previsto en el Plan Nacional Integrado de Energía y Clima (PNIEC)), por lo que había una sensación general de que la transición energética había llegado. Se preveía entonces el inicio de una senda de precios a la baja en el mercado energético.
Sin embargo, al retomarse la actividad económica mundial, los precios del gas comenzaron a subir, generando una previsión de precios al alza en el mercado eléctrico. Esta situación, agravada por el conflicto en Ucrania, ha provocado que se registren unos precios de gas sin precedentes y su consiguiente traslado en términos económicos al mercado de la electricidad. En consecuencia, “los comités de riesgo de las compañías han empezado a plantearse estrategias y políticas de riesgo en la compra de energía distintas de las implantadas hasta ahora”, indica. El problema con el que se encuentran es que la cantidad de energía ya vendida por los productores de energía eléctrica les impide cerrar contratos de compraventa de energía (PPA, por sus siglas en inglés) con las nuevas necesidades de la demanda.
El lado positivo, señala Carlos Solé, es la enorme entrada prevista de energía renovable que, según lo contemplado en el Plan Nacional Integrado de Energía y Clima (PNIEC) “nos lleva a tener casi seis gigavatios de potencia nueva cada año y, tal y como ya vimos en las subastas realizadas en 2021, también hay interés en establecer precios suficientes para determinadas tecnologías que van a ser atractivos para los grandes consumidores”.
Dada la relevancia de la crisis a nivel europeo, las administraciones están abordando de forma conjunta una serie de medidas y soluciones para intentar amortiguar el impacto del alza de precios en las organizaciones y que ponen foco, principalmente, en cuatro líneas de actuación:
Las perspectivas apuntan a que en los próximos dos o tres años los precios del gas seguirán al alza y esto se seguirá trasladando al precio de la electricidad. Así lo ha confirmado la Agencia Internacional de Energía. Pero el mercado está siendo testigo de otras tendencias y transformaciones que afectan también al sector industrial.
Por un lado, el Ministerio de Transición Ecológica está revisando el PNIEC, recogiendo las recomendaciones de la Comisión Europea y las del propio Gobierno. En este sentido, aunque es cierto que se espera un incremento en el desarrollo de renovables, Carlos Solé destaca que lo realmente importante es que se haga efectivo el incremento de los seis gigavatios al año, que encuentra un cuello de botella en la gestión administrativa de permisos y autorizaciones.
Por otro lado, también se espera que el consumidor adquiera cada vez un rol más activo. Principalmente, por el impulso que desde la regulación se está dando al autoconsumo, con las comunidades energéticas como uno de los elementos fundamentales en este proceso. Sin ir más lejos, el Gobierno ha aprobado una línea adicional de 500 millones de euros con cargo a los fondos europeos Next Generation para acelerar el despliegue del autoconsumo tanto en viviendas como en administraciones públicas y en empresas de distintos sectores. Para Carlos Solé, el concepto de ‘optimización de la gestión de la energía’ está promoviendo un consumidor mucho más activo.
Y, como elemento clave de todo lo anterior, está la relación que se está estableciendo entre sectores, como el energético y el de movilidad, que está generando un vínculo en la economía de los sectores. Porque “ya no podemos entender un sector energético sin ver qué ocurre en las industrias”, subraya Carlos Solé.
Deja un comentario