Tras un año marcado por una fuerte incertidumbre, no son pocos los que tienen en mente acelerar su actividad de M&A durante 2024, bien a través de joint ventures, adquisiciones, refinanciando deuda o vendiendo negocios non-core. De hecho, los resultados de la última edición de ‘Perspectivas M&A en España 2024’ son reflejo de este cambio de mentalidad, con un previsible aumento de más de un 15% en las operaciones que se prevén llevar a cabo en los próximos meses.
Identificar una oportunidad de inversión a buen precio y alineada con la visión y objetivos del comprador, tales como expandir su alcance u obtener acceso a nuevos clientes o recursos, son algunas de las razones para acometer una operación de adquisición. Así, el 46% de los encuestados que quiere llevar a cabo un deal, lo realizará si encuentra lo que considera “una buena oportunidad”, frente al 41% que buscan expandirse geográficamente o al 32% que busca consolidar su cuota de mercado, fortaleciendo su posición competitiva en su sector.
En este contexto, uno de los aspectos principales que deben tenerse en cuenta desde el momento de la identificación de la oportunidad es la fiscalidad asociada a la inversión, cada vez más compleja e intervencionista. Valga como botón de muestra que, actualmente, se encuentran en tramitación entre 8 y 10 propuestas de Directiva Comunitaria que afectarán de manera muy significativa al día a día de las empresas españolas en los próximos dos años, muchas de ellas con un efecto precipicio -o estás arriba o estás abajo, pero no en medio- por lo que tenerlas en cuenta, como decíamos, desde el momento inicial, resulta crucial para evitar sorpresas negativas.
Y es que asegurarse de cumplir estrictamente con la exuberante normativa fiscal se ha convertido en una tarea verdaderamente compleja que, a veces, va en contra de lo que tiene sentido económico, llevando, por ejemplo, a acordar la modificación de las condiciones económicas de un préstamo por otras más gravosas financieramente sólo para cumplir con la regla que limita la cantidad de deuda que puede financiar una adquisición y regula su calendario de repago. Y es obvio que esto va en contra del concepto de la fiscalidad como dinamizadora de la economía.
El otro gran campo dentro del M&A es la integración de grupos empresariales, siendo los principales retos, desde un punto de vista fiscal, alinear políticas fiscales generales y de precios de transferencia, modelizar el efecto de la aplicación de activos y pasivos fiscales, o prever las implicaciones en el futuro impuesto complementario –GloBE rules-, entre otros.
En líneas generales, el impuesto sobre sociedades persigue que la imposición derivada de una operación de fusión, o cualquier otra reorganización empresarial, no impida llevarla a cabo cuando, precisamente, sus motivos no sean fundamentalmente -y esta parte es esencial, “fundamentalmente”- conseguir un ahorro fiscal. Este concepto, que deriva del espíritu de la Directiva Europea, es perfectamente válido y razonable y lleva vigente muchos años. El problema se encuentra en la interpretación restrictiva que la Administración tributaria pueda hacer del mismo y la tentación, por ejemplo, de no centrarse en ese componente facilitador del dinamismo empresarial, sino en eliminar cualquier posible ventaja fiscal obtenida, por mucho que la misma sea colateral a la operación en sí. De hecho, determinadas reorganizaciones empresariales tienen como finalidad conseguir una estructura corporativa más eficiente desde el punto de vista fiscal y este motivo, evitar una ineficiencia fiscal, debe ser considerado tan válido como cualquier otro.
Y es que el derecho positivo nunca cubrirá el cien por cien de la casuística, y es en lo no expresamente regulado e interpretable, donde el mundo empresarial exige empatía y apoyo por parte de la Administración tributaria, que habitualmente utiliza grandes conceptos como “transparencia” o “gestión colaborativa”, pero a la que le falta entender que una relación para que sea exitosa y duradera debe ser bidireccional.
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