El biólogo Hurbert Markl definió “inteligencia” como nuestra capacidad de relacionar fragmentos de información distintos y desconectados. El lenguaje desempeña un rol importante en ello, permitiendo construir conceptos y evolucionar sobre ellos: en lugar referirnos a un dispositivo inalámbrico para mantener conversaciones, utilizamos el término “teléfono móvil”. Pero, acuñamos después el vocablo de “Smartphone”, que trasciende esa definición inicial, aunque incorpora su esencia. Esta mecánica se denomina combinación conceptual, donde a cada concepto se le atribuye un significado global nuevo, que sólo estaba parcialmente presente en nociones previas. Es lo que ha sucedido con el término “compliance” y que explica su diferencia con el “cumplimiento normativo o regulatorio”.
Como apunta el biólogo evolutivo Eörs Szathmáry, tal vez el lenguaje humano no sea el único elemento que nos diferencia del resto de animales, pero ocupa un lugar destacado en esa distinción. Nuestra dependencia del lenguaje es tal, que desarrollamos la denominada “habla interior” o “habla simbólica”, que escuchamos interiormente pero que no pronuciamos, y que nos ayuda a pensar conscientemente. La psicóloga Lisa Feldman Barret señala que lenguaje está tan íntimamente relacionado con nuestra conciencia que cuando pensamos en una palabra, “brazo”, por ejemplo, se activan las mismas zonas sensoriales y motoras de nuestro cerebro que cuando lo movemos.
Desde hace siglos vivimos en una realidad conceptual que es fruto de nuestro pensamiento abstracto y su proyección mediante el lenguaje. Creamos estados civiles que diferencian a las personas según criterios culturales, atribuyéndoles consecuencias reales. Dibujamos fronteras donde la naturaleza no las fija y atribuimos efectos muy tangibles a estar en uno u otro lado de ellas. Generamos incluso personas ficticias –entidades jurídicas- que son la base de la economía mundial, atribyéndoles derechos y obligaciones como si fueran seres vivos. Actualmente, hablamos de un universo artificial, el metaverso, como si fuera conceptualmente nuevo, pero llevamos siglos construyendo un mundo intangible a la medida de nuestra mente. En el fondo, lo único que cambia es la forma de hacerlo.
De hecho, nosotros mismos nos interpretamos como conceptos. Cuando alguien nos pregunta “quiénes somos”, no respondemos, por ejemplo, “un ser humano de edad media”, sino que ofrecemos datos relacionados con nuestra ocupación, capacidades o creencias: “un profesional del compliance comprometido en contribuir a la mejora de la sociedad”. En verdad, cuando nos preguntan “quiénes somos”, respondemos “qué somos” recurriendo a referencias simbólicas en lugar de biológicas. El “yo conceptual” que describe el antropólogo Pascal Boyeres indispensable para relacionarnos en un mundo abstracto de nuestra invención que existe mucho antes que el metaverso. Por eso, otorgamos más importancia a recursos conceptuales (nuestros depósitos bancarios) que a los físicos (los depósitos de grasa en nuestro cuerpo, que nos garantizan la supervivencia). Es lo que que el pensador Alexander Chislenko calificó como nuestro grado de “ciborgización” funcional.
Afirma Feldman Barret que “para enseñar un concepto con eficacia nos hace falta una palabra… la intencionalidad colectiva exige que todos los miembros de un grupo compartan un concepto similar”. Por eso, hallar y compartir esa palabra es tan importante para el progreso humano. Refiriéndose a la creación de palabras, el célebre neurólogo Josep E. LeDoux dijo hace décadas que la diferencia entre vivencias parecidas no se percibiría sin el lenguaje.
A cualquier persona preguntada sobre el significado de “cumplimiento”, lo asociará con las leyes. Es una acepción tradicional asociada con acatar el marco regulatorio que ordena una determinada actividad o sector. Pero el biólogo evolucionista Marc D.Hauser advierte que “las intuiciones morales que dirigen muchos de nuestros juicios entran a menudo en conflicto con las directrices dictadas por la Ley…”. Por eso, pensamos que no siempre lo que es legal es justo; y no siempre el cumplimimiento regulatorio satisface a las organizaciones y cubre las expectativas que depositan las comunidades en ellas. Cuando en 2014 se publicó el estándar ISO 19600, incluyó como obligaciones de cumplimiento las imperativas (“requirements”) pero también las asumidas voluntariamente (“committments”). Nacía la acepción moderna del compliance, donde cumplir con la ley es necesario, pero no suficiente. Históricamente, la mayoría de las organizaciones han procurado cumplir con las normas jurídicas, pero ahora se espera un plus de ellas. Por eso, el anglicismo “compliance”, generalmente utilizado en países de habla hispana, contribuye a romper la inercia histórica y alinearse con el nuevo entendimiento que reclama la sociedad actual. Con este término creamos una nueva realidad y nos introducimos en ella como grupo. Es una manifestación de nuestra cultura acumulativa, que nos permite superar estadios tecnológicos ya consolidados, a diferencia de lo que sucede con el resto de primates.
No cabe duda de que podemos interpretar el compliance como un “metaconcepto” que evoluciona rápidamente, siendo injusto juzgar hechos pasados bajo la perspectiva que brindan las buenas prácticas actuales. Es la materia que trato en el video número 32 de la Serie dedicada a Reflexiones sobre Compliance, comentando los efectos que produce el llamado “sesgo retrospectivo” o “del historiador”.
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