Brasil acoge la celebración de dos de los mayores eventos de cualquier naturaleza que existen hoy en el mundo: el Campeonato Mundial de Fútbol y los Juegos Olímpicos. El primero supuso una fabulosa ventana al mundo que Brasil se esforzó por aprovechar para graduarse como gran potencia global, dejar atrás el cartel de outsider de las nuevas economías emergentes, sacudirse siglas como BRIC o EAGLES que le relegan a la periferia del poder, y convertirse en un actor con peso en la escena mundial.
“Lo que se jugaba Brasil era convencer al mundo de que estaba dispuesto a protagonizar el desarrollo de América Latina y a ser el receptor de las inversiones extranjeras que lleguen a Latinoamérica”, analiza el socio responsable de Turismo de KPMG en España, Tomás López de la Torre. “El objetivo era proyectar la imagen de país emergente con vocación de ser un motor de desarrollo en uno de los mayores polos de desarrollo del planeta”.
Al final, el debate sobre el éxito o el fracaso de este tipo de eventos se sitúa, más que en un balance puramente económico, en el ámbito de los intangibles. El Mundial de Brasil 2014, o los Juegos Olímpicos de 2016, habrán tenido éxito en la medida en que el país refuerce y mejore su imagen tras la organización de ambos eventos.
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