Desde que en febrero de 2015 un alto directivo de una de las empresas de telecomunicaciones más importantes de este país, dijese aquello de que “los datos se han convertido en el petróleo del siglo XXI“, han transcurrido ya algo más de cuatro años. Casi un lustro durante el que la sociedad civil, las empresas y las autoridades han ido tomando conciencia de esta nueva realidad y en los que la transformación digital ha ido remodelando nuestro modelo social, político, cultural y económico. Pero, ¿por qué la transformación digital lo está cambiando todo?
Los seres humanos generamos información de forma constante, tanto deliberada como involuntariamente. Esa información proyecta nuestra personalidad, nuestra formación, nuestros valores, nuestras creencias, nuestros anhelos, nuestras flaquezas, en definitiva, ofrece un esbozo de quiénes somos. El análisis de la información que generamos, tanto de forma individualizada como colectiva, permite detectar patrones y predecir nuestro comportamiento ante determinados estímulos. Es decir, permite inferir nueva información sobre nosotros, individualmente considerados y dentro de un grupo, de enorme valor.
Los avances tecnológicos no sólo permiten tratar esa información extraordinariamente variada de forma ultra-rápida y con un coste razonable, sino que nos permiten recabar esa información en tiempo real, estructurarla (mediante algoritmos) y aplicarla a multitud de procesos, productos y servicios.
Los datos se han convertido, no ya en un activo más, sino en ‘el activo’ y, como tal, todas las organizaciones ,sin importar su naturaleza, están dedicando cada vez más recursos a su explotación.
En el marco del emprendimiento y de la empresa, la transformación digital se materializa en el aprovechamiento del potencial de la tecnología digital para redefinir procesos, productos, servicios y modelos de negocio. La clave es comprender que no se trata de una estrategia de desarrollo de negocio sino del único medio para garantizar la supervivencia de la organización. Los nuevos hábitos de consumo, basados en la identidad digital del usuario, demandan cambios profundos en la forma en que las empresas se relacionan con sus clientes. La omnicanalidad, como estrategia de gestión del cliente, la necesidad de ofrecerle experiencias en vez de productos y servicios (involucrándole, por ejemplo, en su diseño) o la interoperabilidad, la sostenibilidad y la disponibilidad permanente de los mismos, se han convertido en elementos indispensables a la hora de conectar organizaciones e individuos.
Estos avances, que sin duda tienen un gran potencial para mejorar nuestras vidas y lo están consiguiendo, también generan desafíos de todo orden: morales, económicos, sociales, jurídicos. La eliminación de barreras temporales y geográficas y el uso inadecuado de la tecnología pueden llegar a poner en riesgo la limitada esfera de libertad individual que aún conservamos. La capacidad para influir y manipular nuestra conducta ha generado una gran preocupación en todos los ámbitos. Los Estados tratan de controlar el poder de los agentes económicos, y viceversa.
Ante el desarrollo de nuevas normativas, contar con asesoramiento jurídico especializado en digitalización se ha convertido en una necesidad
Pocos meses después del citado paralelismo entre petróleo y datos, en mayo de 2015, la Comisión Europea anunciaba la llamada Estrategia para el Mercado Único Digital y su intención de revisar la Estrategia de Ciberseguridad. Un ambicioso plan para hacer frente, desde el punto de vista legal, a los retos de la también conocida como cuarta revolución industrial. La cumbre digital de Tallín puso la piedra de toque de este proyecto, que se ha materializado en un conjunto de normas e iniciativas de gran calado, como el Reglamento General de Protección de Datos (GDPR, por sus siglas en inglés) o las conocidas como Directiva NIS o la nueva Directiva de Copyright.
Con el objetivo de preservar esas libertades individuales de las que hablábamos, estas normas fijan reglas y establecen límites al uso de la tecnología que, muchas veces, pueden llegar a condicionar su desarrollo. En el marco de este ecosistema legal, complejo y en evolución, contar con asesoramiento jurídico especializado desde la fase de diseño de los proyectos ha dejado de ser opcional para convertirse en una necesidad. No sólo es que estos desafíos legales, tanto ‘nativos’ o generales (privacidad, ciberseguridad, protección de los consumidores y usuarios) como específicos según el tipo de proyecto (de competencia, laborales o de ordenación/ ocupación de la vía pública, entre otros) pueden generar retrasos o sobrecostes si no se detectan e introducen en la ‘ecuación’ desde el principio, sino que, en algunos casos, pueden incluso llegar impedir la eventual puesta en producción de los proyectos, bien sea porque legalmente eran inviables o porque hacerlos viables implica un coste excesivo.
Los profesionales jurídicos no sólo deben hablar con fluidez el lenguaje de las nuevas tecnologías sino que deben ser capaces de compenetrase con técnicos desarrolladores, consultores e ingenieros y facilitarles su labor a la hora de enfrentarse a conceptos tan abstractos como el de ‘expectativa de privacidad’ o que tratan de ‘aterrizar’ principios generales como el de ‘privacidad desde el diseño’. Al mismo tiempo, deben ir un paso más allá y guiar a sus clientes para que detecten las oportunidades derivadas de esos esfuerzos en materia de cumplimiento normativo. Estas oportunidades no sólo resultan de la valoración en el mercado de quien se manifiesta como operador seguro y comprometido con la sostenibilidad, la privacidad o con los derechos de los creadores (ejemplo de lo primero es la última campaña publicitaria del principal fabricante de teléfonos móviles del mundo), o de las bondades de la adhesión a códigos de conducta o de la obtención de certificados técnicos de cumplimiento, sino también de entender las virtudes del nuevo entorno regulatorio.
En materia de privacidad, la posibilidad de explotar el interés legítimo como base legitimadora de tratamientos para los que tradicionalmente se requería el consentimiento del interesado, abre la puerta, por ejemplo, a que prestadores de servicios, para los que hasta ahora no tenía sentido interactuar de forma visible con el cliente o usuario final de su contraparte, cambien de estrategia y decidan perseguir esa visibilidad y, facilitada la información necesaria y superado el preceptivo ejercicio de ponderación de intereses, llevar a cabo tratamientos de datos para finalidades propias y distintas de las que resultan del cumplimiento del contrato de prestación de servicios.
En el ámbito de los derechos de autor, encontrar sistemas que faciliten el cumplimiento de las normas que necesariamente vendrán en materia de comunicación pública de obras sujetas a copyright por parte de operadores y plataformas de contenidos también puede generar oportunidades para desarrolladores y programadores e, incluso, para entidades y operadores de gestión de derechos, como interlocutores naturales de los creadores y de los propios operadores y plataformas de contenido.
De este modo, si bien la transformación digital es un hecho innegable, irreprimible y transversal, no es una cuestión puramente tecnológica sino una realidad compleja, que necesita ser reglada y que plantea retos sociales, culturales, económicos y también jurídicos de primera magnitud. Estamos ante al despertar de una nueva era que, esperemos, nos sirva para avanzar como especie y garantizar un futuro aún mejor para las generaciones venideras: la Era Digital. Bienvenidos.
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