Generalizar sobre los bancos europeos —al igual que sobre los norteamericanos o los asiáticos, para el tema que nos ocupa— es siempre bastante injusto. Cada región, cada entidad, cada modelo de negocio, se enfrenta a circunstancias radicalmente diferentes, como el grado de avance en su recorrido hacia la transformación digital, el contexto regional o la gama de productos y servicios de su oferta.
No obstante, existen aspectos comunes para la mayoría de los bancos que indican que las entidades europeas están atravesando un momento muy difícil.
Objetivamente, la mayoría de los bancos europeos están sufriendo problemas de falta de rentabilidad, cuyo origen es materia de debate.
Por un lado, los bancos y las asociaciones que los representan afirman que la fuente del problema es, básicamente, la política de bajos tipos de interés negativos del Banco Central Europeo (BCE) que, como hemos sabido recientemente, van a continuar durante un tiempo debido a la debilidad de la economía de la eurozona.
Los portavoces del BCE al más alto nivel han rebatido repetidamente esta afirmación, y señalan que el verdadero origen del problema consiste en un exceso de capacidad instalada y la consiguiente necesidad de los países que aún no han emprendido procesos de reestructuración y racionalización de hacerlo, y pronto.
En combinación con esta percepción de falta de rentabilidad está el pesimismo de los analistas y los inversores institucionales en relación con la posibilidad de que se produzcan mejoras de rentabilidad a corto plazo, dado el entorno persistente de bajos tipos de interés y el hecho de que el menor crecimiento económico puede frenar, está frenando ya de hecho, la demanda de crédito.
Es obvio que el contexto económico global y, particularmente, las tensiones comerciales entre Estados Unidos y China, por un lado, y entre Estados Unidos y Europa, por otro, están afectando al crecimiento económico europeo y ralentizándolo, como han manifestado tanto la Comisión Europea como el BCE. No cabe duda de que otros factores políticos, como el brexit y la incertidumbre que ha creado, también han provocado los deslucidos resultados de la economía en comparación con los anunciados hace algunos meses.
En este contexto, la perspectiva general para el sector financiero europeo pone de manifiesto que los efectos beneficiosos de la transformación digital sobre la eficiencia y la rentabilidad bancaria todavía no se aprecian o lo hacen en escasa medida.
Ademas, están apareciendo nuevos competidores (especialmente, los gigantes tecnológicos), que amenazan con acaparar áreas de actividad que tradicionalmente han contribuido a los beneficios de las entidades financieras.
Tampoco resultará sencillo lograr un aumento de los ingresos.
Lo bancos no encuentran otra respuesta a esta situación que la estrategia de rebaja de costes, reduciendo el número de sucursales y recortando personal como modo de mejorar sus cuentas de resultados.
Aunque en las últimas semanas se ha producido una cierta mejora, este difícil contexto explica la situación de los bancos europeos en cuanto a su capitalización bursátil, en especial en el pasado año 2018, y su negativa comparación con sus competidores norteamericanos.
La regulación no ha servido de ayuda. En los últimos meses, los niveles individuales del requisito mínimo de fondos propios y pasivos admisibles (MREL, por sus siglas en inglés), que constituyen una carga considerable para las entidades de pequeño y medio tamaño que están menos acostumbradas a obtener financiación en mercados de capitales, han salido gradualmente a la luz y, por otra parte el pasado dos de julio de 2019, la Autoridad Bancaria Europea cuantificó el impacto global de los nuevos requisitos de adecuación de capital de Basilea III, que principalmente afectan a los bancos de mayor envergadura, en 135.100 millones de euros.
No cabe duda de que, a la hora de enfrentarse con nuevos competidores, una regulación más estricta y mayores requerimientos de capital, los bancos europeos deberían responder con una combinación de las siguientes estrategias:
En el nuevo entorno, con la amenaza de nuevos y antiguos competidores sobre las áreas rentables de la banca, y con sistemas heredados que exigen mucho más que una actualización mediante parches, las inversiones que necesitan realizar los bancos tradicionales son ingentes. Sin embargo, sería un error considerar que el cambio únicamente tiene que ver con la tecnología, y que consiste simplemente en aprovechar lo que está puede ofrecer. Es cuestión de abordar una transformación integral del modelo de negocio de las entidades y replantear su estrategia.
La cuestión clave que hay que responder es cómo van a crear y monetizar los bancos valor para sus clientes y la sociedad en su conjunto de cara al futuro. Se trata también de un punto crítico para muchos bancos europeos: cómo deben posicionarse en el mercado. Deben seleccionar cuidadosamente sus mercados objetivo, su negocio y sus clientes, y decidir asimismo si pueden afrontarlo en solitario o necesitan asociarse y con quién.
Aparte de estas decisiones estratégicas, está también la cuestión de la consolidación. Naturalmente, en el contexto antes descrito, un incremento en el tamaño puede ser un medio (aunque no el único) para lograr aumentar la eficiencia y potenciar la rentabilidad. Hay que ser consciente de que estos avances suelen producirse transcurrido cierto tiempo y que, inicialmente, en un momento en el que el sector está experimentando dificultades, operaciones de este tipo pueden ser difíciles. En todo caso debería tratarse de operaciones que tuvieran sentido desde una perspectiva industrial y que Por otro lado, se trata de integraciones que, dadas las características y la posición de las entidades, dieran lugar a entidades solventes y competitivas.
La consolidación plantea también la cuestión de si debe realizarse a nivel europeo o circunscribirse al ámbito nacional. Aunque el BCE, entre otras opiniones autorizadas, ha defendido las fusiones transfronterizas, existen varios motivos por los que, con excepciones, no se han materializado en el caso de bancos de la eurozona incluso una vez puesto en marcha el Mecanismo Único de Supervisión.
Los principales motivos de ello estriban en la expectativa limitada de generar nuevo negocio y la modesta rentabilidad, así como las incertidumbres que una fusión siempre conlleva.
Por otro lado, claramente persiste la fragmentación regulatoria en áreas tan delicadas como la protección del consumidor, el seguro de depósitos, el régimen de insolvencia, etc. Dicha fragmentación implica que los bancos carecen de plena libertad de movimiento, incluso dentro de la eurozona.
Resulta desalentador pensar que no ha sido posible avanzar en la creación de un sistema europeo de garantía de depósitos (EDIS), a pesar del tiempo transcurrido desde que se logró el acuerdo político para la creación de la unión bancaria en la eurozona.
Además, esta fragmentación, en el caso de una fusión transfronteriza, impide el aprovechamiento de las sinergias al estar en un contexto puramente nacional, por lo que cualquier posible aumento de eficiencia se atenúa enormemente por la expectativa limitada de un aumento del volumen de negocio. Los riesgos de todo tipo son inherentes al proceso de integración en el que también intervienen factores culturales, lingüísticos y de otra índole. A la vista de todas estas circunstancias, cabe preguntarse porque el BCE insiste tanto en este tipo de operaciones.
Por todas las razones antedichas y, a pesar de la opinión de que los procesos de integración entre entidades crediticias de diferentes países pueden ser beneficiosos, el criterio que se impone es que tanto en mercados donde siguen pendientes la reestructuración y la consolidación como en mercados donde ya se han producido fusiones importantes —aunque puede que otras transacciones sigan en la recámara— la forma más común seguirá siendo, al menos durante un tiempo, la consolidación entre entidades nacionales.
Como conclusión, el sector financiero europeo sigue inmerso en un escenario altamente complejo en el que la rentabilidad limitada, la implementación efectiva de la nueva regulación y la dificultad para mejorar la rentabilidad mediante un aumento de la eficiencia derivado de las inversiones tecnológicas (transformación digital) a corto y medio plazo, crean una situación en la que la única estrategia a su alcance parece ser la reducción de costes.
Aunque nos gustaría equivocarnos, no hay muchos elementos que nos lleven a pensar que la situación vaya a mejorar en un futuro próximo.
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