El brote de COVID-19 ya supone una grave crisis a nivel humanitario y económico a escala global. Esta situación sin precedentes supone un reto para las compañías, habituadas a incluir en sus planes de contingencia escenarios con cierta probabilidad de ocurrir pero no a vaticinar los denominados ‘cisnes negros’.
Por ello, las soluciones habitualmente adoptadas ante otras crisis no valen en el actual escenario de cambio constante. La efectividad de las medidas de las compañías con el objetivo de mantener sus operaciones a salvo y garantizar su supervivencia puede verse anulada de un día para otro. Sin embargo, sí se puede echar la vista atrás para analizar los errores cometidos en otras crisis para evitar que se vuelvan a repetir.
El ser humano tiende a ser optimista en inicio, suele ser necesaria una gran cantidad de evidencias para hacer cambiar de opinión a las personas. En un primer momento, algunas compañías no suelen movilizar medios suficientes y con la determinación necesaria para evaluar el alcance, profundidad y velocidad del problema al que se enfrentan. Por ello, la esperanza inicial de que todo irá bien puede provocar no solo un impacto mayor en la empresa, sino un mayor coste de movilización de recursos en etapas posteriores.
Existe una correlación entre el impacto de las crisis y la manera en la que han sido gestionadas. Por ello, además del retraso en la toma de decisiones, es imprescindible analizar las decisiones que se adoptaron de forma incorrecta.
Esto puede venir motivado por distintos factores, como la tendencia a limitarse a hacer analogías con crisis pasadas. También hay que tener en cuenta la presión a la que están sometidos los encargados de tomar decisiones, así como elementos relacionados con la reputación de estos líderes e incluso, en algunos casos, de su retribución variable. Esto provoca que en otras crisis se hayan podido tomar decisiones en las que pudieron intervenir objetivos más allá de salvaguardar a la compañía de un impacto potencial.
Los momentos especialmente difíciles requieren de respuestas novedosas. Por ello, imponer restricciones en exceso a las posibles soluciones impide afrontar correctamente crisis que en su naturaleza son completamente nuevas. Generar un plan de respuesta basado la reutilización de enfoques, recursos y tecnologías puede abocar la gestión de la crisis al fracaso.
La respuesta a una crisis exige en la mayor parte de los casos una gestión centralizada, que suele proceder de un comité específico. Sin embargo, estos comités de respuesta pueden quedar demasiado lejos de las operaciones. Como consecuencia, si los mandos intermedios son incapaces de asumir responsabilidad y de adaptar y particularizar las directrices centrales, las soluciones pueden perder potencia. De este modo, para facilitar la agilidad en la gestión de crisis, es necesario desarrollar una red intermedia que traslade las respuestas a su ámbito de actuación específico, y que permita trabajar de manera autónoma pero coordinada.
Toda crisis global requiere de una respuesta coordinada. La capacidad de las compañías para afrontar un reto de una magnitud como el actual de manera individual es muy baja. En este punto entra el juego el concepto de red resiliente. La solución definida debe ser coordinada a nivel sector de actividad, incluyendo la cadena de valor completa, así como a las Administraciones Públicas.
Por ejemplo, si pensamos en un fabricante de dispositivos tecnológicos, las medidas tomadas para mantener la operativa no son eficaces si los proveedores tienes problemas para suministrar componentes. Igualmente, si la respuesta de la Administración no permite el libre tránsito de estos componentes, la cadena de suministro quedará interrumpida.
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