Las monedas físicas, como es sabido, “tienen dos caras”. Lo que suele conocerse menos es que, a pesar de su realidad “digital”, las criptomonedas también las tienen, aunque sean de distinta naturaleza.
Por un lado, las criptomonedas, como los criptoactivos en general, de cuyo género forman parte, tienen que ver con la innovación y con el desarrollo de la tecnología por lo que genéricamente debe considerarse positiva su aparición.
No conviene olvidar, en este sentido, que la criptomoneda más relevante, el bitcoin, trajo una tecnología propia, disruptiva o potencialmente disruptiva de procesos y modelos de negocios como ninguna otra, como era la tecnología blockchain.
Tampoco es ocioso recordar que esa primera criptomoneda no nació como un mecanismo para mejorar la eficiencia de los mercados y los agentes financieros, sino como una alternativa, profundamente ideológica, a todos ellos.
Bitcoin y algunas de las muchas criptomonedas que le siguieron tuvieron como rasgo común (muy relacionado con ese origen ideológico al que me he referido) su limitada transparencia, de modo que desde muy pronto los supervisores en todo el mundo mostraron su preocupación por su uso potencial para la comisión de delitos o el aprovechamiento de sus efectos.
Además, las propias características de esas monedas las convirtieron en activos susceptibles de comportamientos fuertemente especulativos, de modo que desde su origen han estado caracterizadas por su elevada volatilidad.
El creciente valor de algunas de ellas ha atraído la atención mediática, lo que, evidentemente, también ha contribuido a aumentar su conocimiento y popularidad y, por otra parte, han surgido actores, con modelos de negocio diversos, que también han contribuido a su mayor publicidad.
Esta combinación de notoriedad pública (con el atractivo que ello puede suponer) y elevada volatilidad (en la que, como casi siempre ocurre, se presta más atención a los grandes incrementos de valor -o mejor, de precio- que a sus no menos espectaculares caídas), es lo que ha llevado a los supervisores a alertar también de sus riesgos como instrumento o destino de inversión, especialmente para el público minorista.
En este sentido, Banco de España y Comisión Nacional del Mercado de Valores acaban de emitir un comunicado conjunto alertando de estos riesgos.
No obstante, y volviendo sobre lo que decía al comienzo, las ventajas de las criptomonedas, derivadas de la tecnología en que están basadas, y las mejoras de eficiencia que pueden lograr en determinadas transacciones y procesos han hecho que, además de las iniciativas preexistentes, vayan surgiendo experiencias y nuevas iniciativas que pretenden aprovechar esas ventajas reduciendo los riesgos asociados a su utilización.
En este sentido, cabría destacar las experiencias “privadas” y “cerradas” de algunas entidades financieras globales para utilizar la tecnología blockchain como modo de mejorar la eficiencia de algunas transacciones, especialmente en el ámbito transfronterizo y, sobre todo, la iniciativa conocida como Libra.
Libra ha sido, sin duda, un gran revulsivo en esta cuestión y podemos afirmar, sin temor a equivocarnos, que la noticia sobre su aparición provocó un antes y un después en esta materia.
Por un lado, el anuncio de que un consorcio de compañías, entre las que destacaba Facebook (y esto para nada fue un dato menor), lanzaba una iniciativa privada de estas características, hizo evidente que la tecnología hacía posible la emisión de criptomonedas capaces de reemplazar, en todo o en parte, a las monedas emitidas por los bancos centrales al mismo tiempo que se reducían o podían reducirse algunos de los aspectos más oscuros de las criptomonedas preexistentes. Pienso, por ejemplo, en el modo en el que Libra se apoya en una “cesta” de monedas oficiales como medio para evitar una volatibilidad como la observada en otros casos. Esa vinculación con índices o con otras monedas de curso oficial, daba a estas monedas una estabilidad que permitió hablar de un tipo de criptomonedas: las stable coins. El tema de la volatilidad quedaba, de este modo, aparente o posiblemente resuelto.
No obstante, los bancos centrales y las autoridades de todo el mundo reaccionaron con abierta y manifiesta desconfianza ante el anuncio de Libra y, a pesar de la potencia de su mensaje inicial, hoy por hoy es incierto el destino final de esta iniciativa.
Lo que sí provocó Libra fue el lanzamiento de muchas y variadas iniciativas, éstas sí públicas, a través de las que Estados y bancos centrales hicieron saber su intención de lanzar sus propias monedas digitales. Estas monedas digitales resolverían los problemas asociados a las criptomonedas al tiempo que permitirían aprovechar las ventajas inherentes a la tecnología. En este sentido, la reciente iniciativa digital de la Unión Europea y el anuncio de la creación en cinco años de un euro digital, que no sustituiría, al menos, en la intención inicial, al euro actual, representan un paso de la mayor importancia.
Llegado este punto parece claro que en poco tiempo los bancos centrales lanzarán monedas estables, de carácter público (emitidas por ellos), que cumplirán todas las funciones tradicionalmente consideradas como propias del dinero (incluida la de ser depósito de valor) y superarán los riesgos asociados a las criptomonedas que hemos conocido hasta ahora. Previsiblemente también estas monedas coexistirán con otros criptoactivos de diversas características, alguno de los cuales podrá ser considerado como una criptomoneda.
Lo que todavía no está claro es cuáles serán los perfiles exactos de esas monedas y hasta dónde podrá llegar el aprovechamiento de sus potencialidades tecnológicas (por ejemplo, en el ámbito de la trazabilidad y, también en este caso, su reverso: la privacidad).
En función de la respuesta a esta pregunta los efectos sobre el sector financiero serán o muy limitados o totalmente disruptivos. Esta es la gran cuestión que está todavía pendiente de aclarar.
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