Iniciativa y cooperación

Con ocasión de su visita a Estados Unidos en 1959, al máximo dignatario soviético le incluyeron en el programa la visita a un supermercado. Habituado a las estrecheces moscovitas, la abundancia norteamericana le pareció incluso sospechosa. Creyó que se trataba de un ejercicio de propaganda. Les dijo a sus anfitriones que no deberían haberse tomado la molestia de llenar de cosas el supermercado solo para él. Otro funcionario soviético quiso saber quién era el responsable de determinar qué cantidad de pan, por ejemplo, debía llegar cada día a las ciudades norteamericanas. Se asombró al saber que nadie era responsable de determinar tal cosa. Estaba habituado a una economía planificada. La de mercado requiere de la cooperación entre agentes que no responden a autoridad central alguna.

Piensen en una camisa blanca, por ejemplo. Y en el elevado número de personas que, en numerosos países, deben ponerse de acuerdo para que esté en la tienda cuando alguien decide –sin avisar– ir a comprarla. Y piensen en la economía en su conjunto. Eric Beinhocker estimó que el número de referencias que tendría a su disposición un ciudadano de una economía avanzada se mide en los centenares de miles de millones. Si les parece una exageración, piensen en las decenas de alternativas a su disposición si deciden, por ejemplo, aventurarse a cambiar los pomos de las puertas de sus armarios. O en el número de tonalidades del color azul si deciden pintar la pared de su casa. Semejante complejidad es incompatible con la autosuficiencia.

Thomas Thwaites, diseñador británico, ilustró hace unos años la complejidad de la economía de mercado intentando fabricar, desde cero, una tostadora. Aunque dejó por imposible lo de extraer por sí mismo el crudo y el mineral de hierro. El trabajo le llevó dos años, le salió por 2.500 libras y estuvo a punto de costarle la vida por electrocución al intentar enchufarla. Viendo las fotos del engendro sorprende que saliera con vida. Hubiera podido adquirir la tostadora por menos de una centésima parte de lo que gastó en fabricarla. Más recientemente, otro aventurero decidió fabricarse desde cero un sándwich. Produjo la harina, cultivó la lechuga, ordeñó la vaca y mató al pollo. Le dedicó seis meses y le costó 1.500 dólares. Menos mal que no lo intentó con el bacalao a la vizcaína.

La economía necesita especialización y cooperación. Esta última aparece de manera espontánea en los lugares más insospechados. Hasta en las trincheras de la Primera Guerra Mundial, donde las treguas informales –las formales hubieran costado un consejo de guerra– eran comunes. Los combatientes vivían un dilema del prisionero que se repetía diariamente. La mejor opción era dejarse mutuamente tranquilos. Hacer sufrir al enemigo era garantizarse el futuro sufrimiento. Los acuerdos eran posibles dado que las unidades permanecían enfrentadas durante algún tiempo. Las interacciones repetidas hacían que el futuro cobrara importancia, les permitía aprender y facilitaba el establecimiento de rituales para señalar la cooperación. Esta se sostenía también en la amenaza de represalias. Han quedado para la historia reveladoras anécdotas, como la del soldado alemán que se jugó la vida poniéndose a tiro de los británicos para pedirles disculpas por el celo de un artillero prusiano recién llegado al frente, que insistía en apuntar a dar y al que prometió meter en vereda. La cooperación desapareció al avanzar la guerra, cuando las unidades perdieron autonomía y se extendieron, no por voluntad de los soldados, los ataques repentinos a pequeña escala.

Quienes dirigen compañías generalmente buscan dos tipos de comportamientos en sus empleados. Podríamos llamarlos iniciativa y cooperación. La primera se refiere a empujar diligentemente objetivos y responsabilidades individuales. La segunda, a contribuir a la consecución de los objetivos comunes. Lo explica John Roberts en The Modern Firm (Oxford University Press, 2007). Los incentivos determinarán el peso de cada ingrediente en el mix y este, por su parte, determinará el comportamiento de las personas y la cultura de la organización. Incentivar la iniciativa es menos problemático que hacerlo con la cooperación. Para eso están las unidades de negocio o la autonomía de los gestores, entre otros. Pero medir correctamente la cooperación plantea algunas dificultades, lo que entorpece el establecimiento de incentivos formales. Al igual que en las trincheras, estimular la cooperación requiere de señales y del asentamiento de normas sociales que la hagan inevitable. Y, por supuesto, de represalias a quienes, como el artillero prusiano novato, no la practiquen en su justa medida.

 

Autor: Ramón Pueyo Viñuales es socio de Governance, Risk and Compliance de KPMG en España.

Fuente: Cinco Días. Publicado el 8 de noviembre de 2016