China tiene un problema. O, por lo menos, China tenía un problema. Con 1.300 millones de habitantes es el país más poblado del planeta. ¿Cómo consigue un país alimentar, vestir, educar y proporcionar calidad de vida a más de mil millones de personas?
Hace más de tres décadas, el Gobierno chino respondió a esta cuestión implantando la política del hijo único. Los efectos fueron inmediatos y drásticos: la tasa de natalidad cayó de seis nacimientos por mujer en 1970 a 1,5 en 2015, cuando se derogó la política.
Durante la Gran Hambruna de 1959-1961 murieron de hambre entre 20 y 30 millones de personas en China. Los responsables que impulsaron la política del hijo único entre 1978 y 1980 tenían en mente la intención de evitar otra crisis humanitaria parecida mediante una disminución de la población del país.
A principios de la década de 2000, la primera generación de hijos únicos estaba alcanzando la edad adulta. Este fue también un periodo de extraordinario crecimiento económico y urbano; el modo de vida cambió en China a principios del siglo XXI. Ciudades como Pekín y Shanghái incrementaron su número de habitantes en 10 millones entre 2000 y 2015.
Y aumentó la población activa. En la primera década del siglo XXI, el número de personas en edad laboral (15-64) en China creció entre 10 y 15 millones cada año.
Pero a partir del momento en que se produjo la crisis financiera global la tasa de crecimiento de la población activa empezó a ralentizarse. El número de trabajadores que se estaban jubilando con 65 años era mayor que el número de jóvenes trabajadores que accedían al mercado laboral con 15 años.
Menos trabajadores pagando menos impuestos y proporcionando menos servicios para respaldar a un mayor número de jubilados es más que un cambio social. Es un asunto que tiene el potencial de reducir la cohesión social y provocar agitación política.
La eliminación de la política del hijo único a partir de 2015 va a producir un impacto inmediato en la demanda de productos lácteos en el país, así como de ropa, educación, servicios de guardería y vivienda. Asimismo, podría producirse un cambio en muchos de los valores habituales de la sociedad china: menor énfasis en el trabajo y mayor en aspectos de la calidad de vida, como el aire no contaminado.
El aspecto verdaderamente interesante del cambio de China al reflexionar sobre su tasa de natalidad es que pueden aplicarse las mismas conclusiones a países desarrollados como España, Estados Unidos, Japón o Australia. Los altos niveles de inmigración de mano de obra especializada en Estados Unidos, España o Australia mitigan el impacto del envejecimiento de la sociedad.
Pero, aun así, y a partir de la década de 2020, todos los países desarrollados, al igual que China, deben abordar el problema de cómo gestionar una sociedad en la que una proporción mucho mayor tiene más de 65 años. La solución puede pasar por lo que China está haciendo en la actualidad: políticas para fomentar el aumento de la tasa de natalidad y otras políticas para que las personas trabajen más allá de la edad normal de jubilación.
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Bernard Salt es socio de KPMG y fundador del centro de excelencia global de KPMG sobre demografía
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