En nuestra vida cotidiana suceden más cosas buenas que malas. Como dice el neurocientífico Michael S. Gazzaniga, “hay aproximadamente seis mil millones de personas en el mundo, y se llevan más o menos bien entre ellas”. A pesar de esto y según vemos en los noticiarios y rotativos, ejerce en nosotros una gran atracción lo excepcional o negativo, en lo que los autores Paul Rozin y Edward Royzman etiquetaron como “síndrome de la negatividad”. Aunque las personas y las decisiones malvadas no abundan en nuestro planeta, es cierto que producen efectos muy nocivos y llaman mucho la atención. Una de las labores de compliance es evidenciar la singularidad de las conductas irregulares que llegan a producirse en las organizaciones, aislándolas culturalmente del resto.
Gazzaniga defiende que el tamaño de los grupos sociales en primates y simios, guarda relación con el desarrollo del neocortex de su cerebro. En los seres humanos, el antropólogo Robin Dunbar asegura que podemos interactuar y llegar a influir directamente en 150 o 200 personas, que es el volumen tradicional de las unidades militares cohesionadas por vínculos personales de lealtad. Por ello, son también umbrales a partir de los cuales se precisan medios adicionales para generar fidelidad y cultura, que no nacerá de manera espontánea.
Trasladando estas conclusiones al mundo del compliance, las pequeñas organizaciones con un número de personas escaso y unido tienen facilidad para generar cultura corporativa sin mucho más que su mutua estima. Es un fenómeno muy patente en start-ups, donde la ilusión en un proyecto y el sentimiento de grupo es un potente factor de conexión cultural. Sin embargo, en organizaciones intensivas en personas y plurilocalizadas, la cuestión se complica bastante más.
Algunos piensan que la moralidad puede ser objeto de reflexión y aprendizaje, como defendió el psicólogo norteamericano Lawrence Kohlberg en su tesis que revolucionaría el panorama de la ética. Bajo su perspectiva, las conductas irregulares eran normalmente el resultado de dilemas éticos mál gestionados o peor resueltos. Por lo tanto, mediante el razonamiento se podía ayudar para que las personas adoptasen decisiones éticamente correctas. No olvidemos que el sentido etimológico de “moral” es el conjunto de “mores” o costumbres de las comunidades y que, como tales, pueden cambiarse. De ser cierta su teoría, la función de compliance desempeñaría un rol clave para que cualquier persona de una organización adopte deciciones éticamente correctas. Para ello son inútiles los sermones, subrayando el psiquiatra Daniel Z. Lieberman la trascendencia de verbalizar la importancia de la honestidad en el contexto de una terapia de estimulación motivacional: “no creemos en lo que oímos, creemos en lo que decimos”. Por eso, tan importante es lograr que las personas se sientan honestas, como que lo digan públicamente.
Sin embargo, el biólogo evolutivo David Sloan Wilson rechaza la idea de que la moral sea una mera construcción social o que nuestra conducta se vea únicamente condicionada por factores o agentes externos. Defiende que en nuestro cerebro reside un razonamiento moral innato, que luego han investigado destacados psicólogos como Marc Hauser o Jonathan Haidt. A partir de sus planteamientos intuicionistas, la función de compliance no consistiría tanto en ayudar a construir juicios morales, sino en fundamentarlos sobre un sustrato común en todos nosotros, realmente innato.
La doctora y catedrática en psicología Lisa Feldman Barret agrega una vertiente biológica, destacando cómo la construcción de sinapsis entre neuronas juera un rol clave para la plasticidad física de nuestro cerebro. Estas conexiones “se han creado, literalmente, porque otras personas nos han hablado o nos han tratado de una determinada manera”. Bajo esta perspectiva, estamos genéticamente predispuestos para que nuestros cerebros se desarrollen físicamente en el contexto de otros cerebros, por acción de la cultura. Por lo tanto, cuando la función de compliance contribuye al planteamiento adecuado de dilemas, está dejando una huella física en los cerebros.
Sea por aprendizaje, de forma innata o por condicionantes biológicos, el objetivo trascendente de compliance no solo es que las personas se comporten correctamente, sino que sepan porqué lo están haciendo. Entra en juego una distinción que formulaba la pensadora Hanna Arendt al diferenciar entre obediencia y consentimiento: “el adulto consiente allí donde un niño obedece”. Es relativamente fácil lograr que las personas de una organización obedezcan las instrucciones de compliance, especialmente si conocen los mecanismos de control o punición de su conducta. Pero eso no significa que comprendan ni “consientan” la conducta pretendida. Limitándonos a replicar los mecanismos de supervisión clásicos, seguramente construimos organizaciones “de niños”, en lugar “de adultos”.
Sabemos que realmente actuamos por convicción cultural cuando nos sentimos culpables por nuestras malas conductas. Se trata de un sentimiento puramente humano, que el neurocientífico Joseph LeDoux niega a las computadoras: “una máquina puede avisar de algo, pero no sentirse culpable de algo”. La culpabilidad nos moviliza y, tal vez, el cometido último de compliance sea que las personas nos sintamos culpables cuando obramos mal. Para ello, es fundamental conocer y trabajar los modelos de las creencias de las personas, según explico en el video número 16 de la Serie “Reflexiones sobre compliance”, como factor de transformación cultural.
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