Para la primera expedición que alcanzó el Polo Sur, el 14 de diciembre de 1911, el explorador noruego Roald Amundsen proyectó avanzar mediante trineos tirados por 52 perros de Groenlandia. Planificó convertirlos en alimentos a medida que fueran prescindibles. Lograda la gesta, gran parte de la opinión pública recriminó que estos animales pagaran con su vida la lealtad a los humanos. Tanto es así, que la Real Sociedad Geográfica de Londres humilló a Amundsen proponiéndole un brindis por los verdaderos héroes de la conquista: los perros. Como en cualquier otro ámbito, también en compliance buscar lo más funcional no siempre es lo correcto.
Llama la atención que, desde la publicación del primer estándar ISO sobre compliance en el año 2014, el contenido de estos textos internacionales no cite la eficiencia. No es un descuido sino una decisión deliberada por el riesgo que entraña. Se entiende que un sistema de gestión es eficiente cuando logra sus objetivos empleando el menor volumen posible de recursos. Como es imaginable, esto conduce a espirales peligrosas, donde buscando eficiencias se deteriora la eficacia del modelo, esto es, su capacidad para obtener los objetivos pretendidos. Esto no significa que eficientar modelos de compliance sea insano, pero nunca escatimando recursos que pongan en riesgo su eficacia. Sólo así se logra la armonía correcta, que recibe el nombre de efectividad y consiste en conseguir eficacia pretendida de modo eficiente. Existen muchas maneras de desequilibrar esta ecuación. Las más obvias consisten en reducciones temerarias de los recursos de compliance que abocan a incidentes, y de las que los gestores de la organización responderán ante las autoridades.
La suficiencia de los recursos de compliance es uno de los datos que el Departamento de Justicia de los Estados Unidos valora al examinar la eficacia de los modelos. Su primer documento acerca de Evaluación de Corporate Compliance Programs (2017) recogía menciones explícitas sobre este particular, que lamentablemente se diluyeron en revisiones posteriores. Por otra parte, nadie comprenderá el economizar recursos en compliance, cuando otras funciones estratégicas de la organización no se ven afectadas por este tipo de reajustes.
Si todo lo funcional fuese aceptable, podrían explorarse soluciones de compliance muy eficientes pero faltas de ética. Se conoce perfectamente que infundir terror es una de las formas más rápidas de influir en la conducta de las personas, no por convicción sino por miedo. Es un recurso frecuente en cualquier estrategia de disuasión, y en compliance no escasean oportunidades para sacar a colación la cárcel u otras penas que tantas vidas arruinan. Son los denominados “circuitos del miedo” a los que se refiere el profesor de psiquiatría Joseph E. Ledoux, y que asocian mensajes con contenidos emocionales negativos para que perduren en el recuerdo: “cuando estamos inmersos en una emoción, es porque está ocurriendo algo importante”.
Ni escatimar recursos ni limitarse a infundir pavor son estrategias aceptables en el compliance del siglo XXI, pues ninguna organización ha consolidado una cultura saludable sobre estos pilares. Desde luego, es mucho más difícil concienciar a las personas que amedrentarlas, y compliance asume ese reto siempre que disponga de recursos para ello.
Los mejores modelos de compliance buscan un equilibrio entre la punición y otras medidas correctivas sin vocación sancionadora (los programas de tutelaje, por ejemplo), así como los incentivos a las conductas ejemplares (en el momento de las evaluaciones del desempeño, por ejemplo). Los estándares internacionales modernos optan por estas combinaciones que no son las más simples, pero sí las más efectivas.
Disponer de modelos equilibrados de compliance es muy necesario antes desplegarlos en diversos países. Es la materia que trato en el vídeo número 29 de la Serie de “Reflexiones sobre Compliance”, explicando los aspectos clave para disponer sistemas robustos que eviten complicaciones locales innecesarias en un entorno global.
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