Aunque las actividades de lobby están muy arraigadas en algunas jurisdicciones, lo cierto es que despiertan recelos en muchas personas que no comprenden por qué, existiendo instituciones democráticas para canalizar la sensibilidad social, los grupos de presión tienden a desenvolverse en otros ámbitos. ¿Qué necesidad existe de utilizar los pasillos de las Cámaras legislativas o los hoteles, donde parece que se acuñó el término lobby, para impulsar ciertas decisiones de los poderes públicos? El Presidente Eisenhower ya apuntó, en 1961, el peligro que los lobbies entrañaban para las libertades y procesos democráticos. En las últimas décadas este discurso retoma actualidad e impulsa un proceso para dotar de transparencia a esta figura.
En el año 1995 el Congreso de los Estados Unidos aprobó la Lobbying Disclosure Act (LDA), por la cual las organizaciones dedicadas a hacer lobby debían publicar periódicamente el resumen de sus actividades y gastos, entre otras informaciones. Esta normativa demostró ser insuficiente, al no evitar que, durante la era Bush, se diera uno de los casos de corrupción más conocidos en la historia, el de Jack Abramoff que fue condenado a prisión por el soborno de diversos funcionarios y parece ser que terminó empleado en una pizzería. Poco después (2007) el Congreso americano aprobó la Honest Leadership and Open Government Act (HLOGA) que endureció los controles e incompatibilidades relacionadas con el colectivo lobbista. La Unión Europea también tomó cartas en el asunto, inaugurando en 2008 un registro público al efecto.
Sin embargo, que exista una regulación sobre las actividades de lobby no da carta de naturaleza a cualquier conducta que aparentemente guarde relación sus cometidos. Dejemos la vertiente política de esta materia y veamos aspectos que inciden en el área de Compliance de las organizaciones.
Puesto que en ciertas jurisdicciones existe una tradición y legitimidad de las actividades de lobby, siendo incluso objeto de regulación, podría decirse que dicha actividad pretende influir en las decisiones políticas de una forma aceptada por la Ley. No obstante, cuando estas actividades derivan en prácticas corruptas, es claro que entran en la ilegalidad y escapan a cualquier halo de legitimidad. Bajo este entendimiento, la actividad de lobby no debe suponer el enriquecimiento de los poderes públicos o funcionarios sobre los que se pretende influir. En el Caso 3, publicado en este mes de marzo, se aborda esta problemática y el modo en que las relaciones con lobbistas deben ser objeto de escrutinio por parte de la función de Compliance, evitando así que determinadas iniciativas de la empresa entren de lleno en el ámbito de la corrupción a través de estas figuras. Aunque eventualmente legítima, la actividad de lobby deberá despertar la alerta de la función de Compliance y poner en marcha los mecanismos de diligencia debida que garanticen que no se trata de un mero eufemismo ante una pretensión de soborno pura y dura.
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